
Pablo Celdrán llama «matas» a las plantas que reinventa en sus cuadros, y su propio nombre lo convierte en «Taomí» cuando los firma. Renombrar las cosas y reinventar la realidad en un lienzo no
son hechos distintos, ni carecen de trascendencia. Ignoro si alguna vez pasó por su imaginación llamar «matujas» a las plantas y dejar su obra sin firmar, pero estudiando su trayectoria no es
disparatado pensar que semejante idea estuvo alguna vez en su cabeza. Decía Borges, refiriéndose a la literatura —y puede afirmarse lo mismo de la pintura—, que si el nombre del escritor no
apareciera en la portada de los libros, el ejército de candidatos a engrosar la República de las Letras vería menguar sus filas. No es el caso de Pablo Celdrán, que se transforma en Taomí tal vez
por timidez, o por respeto a otro Pablo, malagueño universal, que puso muy alto el listón a las futuras generaciones de artistas.
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Pablo Celdrán no es Taomí, del mismo modo que Fernando Pessoa no es Ricardo Reis, ni Alberto Caeiro, ni Álvaro Campos. Taomí no es un seudónimo, sino un heterónimo al estilo del poeta portugués.
Pablo Celdrán es un hombre tranquilo, sencillo, seguro de sus actos. Taomí, por el contrario, es un espíritu inquieto, apasionado, que atrapa la realidad en su retina y la devuelve a través de un
pincel, en trazos estudiadamente arrebatados, nerviosos, como si la necesidad de echar lo que lleva dentro le impidiera concluir sus obras. Pablo Celdrán vive con los pies sobre la tierra,
deleitándose en la contemplación. Taomí, no cabe duda, es un espíritu rebelde, inconformista con lo que ve, hasta el punto de someterlo, transformarlo y convertirlo en arte. Porque el conformismo
del artista significa la muerte de su obra.
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Los cuadros de Taomí cambian con la hora y el estado de ánimo de quien los observa, como las calles de una ciudad, como un rostro bello que se cruza en nuestro camino. Es una obra para ver y
tocar; para detenerse delante de ella varias veces, según la hora del día y la actitud de quien trata de hacerla suya. Sugiere algo distinto cada vez que se contempla. Huye deliberadamente de la
perfección, porque la perfección está más próxima a la muerte que a la vida. Y lo que sale de los pinceles de Taomí es vida: la vida vista a través de una mirada limpia, prístina; una mirada que
se parece a la de un niño.
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Taomí no reniega de sus fuentes, no trata de ocultarlas. En el fondo de sus cuadros hay grandes maestros, y en sus vericuetos se siente arropado por la tradición. Se cobija en el impresionismo,
pero con frecuencia se queda a la intemperie, el lugar más peligroso, pero el único donde el artista se siente libre de verdad. Y allí, a la intemperie, entre marinas y matas, la personalidad de
Taomí devora a la de Pablo Celdrán. Descubrimos entonces que vive para pintar y pinta para disfrutar.
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Tal vez no consigamos en esta exposición conocer los arcanos de Pablo Celdrán, pero encontraremos en carne viva el espíritu de Taomí, su nervio y empuje, su mirada infinita y su intento
permanente de desnudar el alma de las cosas.