¡Oh tiempos! ¡Oh costumbres!

La primera vez que vi a un extranjero de carne y hueso fue en 1970. Yo tenía siete años. Hasta entonces, sólo los había visto en las películas y no estaba seguro de que existieran de verdad.

 

 

Un domingo del mes de agosto me dedicaba a mirar aburrido por las ventanas del Círculo Mercantil, mientras los hombres hablaban de sus cosas y esperaban a que las mujeres salieran de misa. El pueblo estaba desierto, hacía un calor sofocante y no había nada que hacer. De repente, en la plaza apreció un espectacular automóvil negro, un Citroën Tiburón con matrícula francesa que aparcó en la puerta del Ayuntamiento. Se había roto la monotonía del domingo. Los hombres abandonaron su conversación y se dedicaron, como yo, a observar el coche. Entonces se bajó un hombre vestido con camiseta y pantalón corto de color blanco. Se produjo una especie de estupor general entre los paisanos que se daban codazos para mirar por los balcones del Círculo Mercantil. Era la primera vez que yo veía las piernas desnudas de un hombre adulto; excepto las de mi padre o las de los futbolistas del equipo de mi pueblo. Empecé a escuchar comentarios sobre aquel espectáculo inaudito. Y en ese momento, como salido de las piedras centenarias, apareció el Parrala, el jefe de la Policía Municipal. Se fue hacia el extranjero en línea recta y comenzó a gritarle que se tapara sus vergüenzas. Los hombres, desde el balcón, celebraban el celo y la autoridad del policía, y criticaban la indecencia del extranjero por enseñar las piernas. El francés no tuvo más remedio que meterse en el coche, sin entender por qué aquel policía de rancio uniforme gris echaba una mano a la porra y otra a la libreta de multar.

 

 

He vuelto muchas veces a aquella plaza. Lo hago siempre que tengo oportunidad. Ahora escribo sentado en un banco, en el mismo lugar donde hace casi cuarenta años, un domingo a mediodía, estacionó un Citroën Tiburón con matrícula francesa. Pero las cosas han cambiado mucho desde entonces. Cuento en apenas cinco minutos media docena de extranjeros que pasan frente a mí. Reconozco en el balcón del Círculo Mercantil a alguno de aquellos hombres que jaleaban al Parrala. Ahora ya no miran a la calle. Esperan resignados a que pase el crudo invierno para pasear por el pueblo vestidos con pantalones cortos que dejan a la luz sus varices, zapatos de rejilla, calcetines de punto y un transistor en la oreja para matar el tiempo y el tedio.

 

Como dijo Cicerón: “O tempora, O mores!”