
Seis de la tarde. He quedado con Javier Ortega en el aparcamiento de un centro comercial de Alicante, en la salida por la carretera de Valencia. Corre un viento molesto que empuja las nubes y les da un color rojizo.
Javier me señala una caseta en mitad del aparcamiento. Parece que guarda en su interior un grupo electrógeno. Ahí estaba la ermita de San Julián, que le daba nombre al cerro San Julián, barrera natural con el mar, a quinientos metros de donde nos encontramos —me explica Javier—. Un poco más allá se ve la Serra Grossa. Estamos a dos kilómetros de distancia del puerto, un lugar que no permite adivinar lo que ocurrió aquí en los primeros días de abril de 1939.
Atravesamos a pie las obras del tranvía y nos colamos por una alambrada que está rota.
El cerro San Julián está hueco. En su interior hay una enorme cueva artificial que se construyó para instalar en los años veinte los depósitos de CAMPSA, cuando sustituyó a la compañía británica que tenía el monopolio de combustible y que levantó una refinería en 1875. Aquí trabajó como ingeniero el abuelo del escritor Fernando Sánchez Dragó. Comenzamos la subida por la pared sur del cerro, luchando contra el vértigo. Este cerro, que ha sufrido innumerables agresiones a lo largo de dos siglos, se fortificó en 1811. Su situación estratégica es inmejorable. Durante la Guerra Civil española, la ciudad sufrió 71 bombardeos, y ninguno afectó a los depósitos de combustible que se escondían en sus profundidades.
Entre 1936 y 1939, en la cara del cerro por la que ahora subimos, se levantaron dos construcciones de defensa aérea y vigilancia. Llegamos a la primera. Todavía se puede leer una inscripción grabada en la piedra: 17-12-37. El soldado que dejó su testimonio era de Liria (Valencia). Desde aquí se veía la llegada de los aviones alemanes desde sus bases en Palma de Mallorca, dispuestos para bombardear Alicante. A unos metros quedan los restos de un reloj de sol de la misma época con la piedra ennegrecida. Seguimos subiendo. Todavía en la cara sur, nos encontramos los restos de un nido de ametralladoras. No es muy grande. Queda un fragmento de un pasillo techado para llegar a él.
Desde la cima del cerro San Julián la vista es espectacular. Los coches del aparcamiento del centro comercial parecen de juguete. Lo que tenemos delante, en la falda norte del cerro, fue conocido en abril de 1939 como el Campo de los Almendros. Estamos a media hora del puerto. Hasta aquí llegaron los prisioneros del puerto de Alicante, en dos filas, al anochecer del 31 de marzo de 1939. El espacio que ocuparon es impreciso, pero Javier me explica la hipótesis más razonable: desde la mitad del aparcamiento donde hemos dejado los coches, hasta las instalaciones deportivas de un colegio privado. Aún quedan zonas sin urbanizar.
Unas 15.000 personas (algunos hablan del doble) llegaron aquí sobre las ocho de la tarde, escoltadas por soldados españoles e italianos. Les quitaron todo: maletas, relojes, carteras, anillos, pendientes, estilográficas, dinero. Hace setenta años esto era un campo de almendros que se convirtió en campo de prisioneros durante unos días. No había alambradas; los soldados hicieron una cerca humana que ningún prisionero se atrevía a sobrepasar. Los límites del campo por el norte los establecía la carretera de Valencia, y por el sur el cerro San Julián y la Serra Grossa (unos 3 kilómetros de largo por 500 metros de ancho). Durante los cinco días que estuvieron aquí los prisioneros, comieron un mendrugo de pan al día. Podían beber agua en la desaparecida fuente de la Goteta (probablemente a la altura de una farmacia que hay en la carretera de Valencia, frente al centro comercial), con unas colas que se hacían interminables. Se comieron los brotes de los almendros, la hierba e incluso las cortezas de los árboles. Todo quedó arrasado. La escritora Llum Quiñonero cuenta en su libro Nosotras que perdimos la Paz el testimonio de una mujer que dio a luz sobre la tierra y no pudo lavar al recién nacido. Estuvieron allí hasta el Martes Santo. Después las mujeres fueron encerradas en el cine Ideal, y los hombres repartidos entre la plaza de toros y el Reformatorio de Adultos de Alicante (actuales juzgados, en cuya enfermería murió Miguel Hernández a las 5,30 de la mañana del 28 de marzo de 1942). Otros fueron transportados en trenes borregueros al campo de concentración de Albatera, que también se llamó Campo de los Almendros, como la novela que Max Aub publicó en México en 1948.
Sorprende el olvido en que cayó este lugar y los miles de personas que pasaron por él. Hace unos años se plantó un almendro para recordar esta parte no muy conocida de nuestra historia. Al día siguiente, apareció arrancado y con una esvástica en la que se leía: "Asesinos". Cuando llegamos al aparcamiento es de noche. Enfrente se ve el cartel verde y luminoso de una farmacia, en donde pudo estar la fuente desaparecida. Escucho las voces de la gente que entra y sale del centro comercial, pero el ruido me llega como apagado. No quiero cerrar los ojos porque temo abrirlos después y encontrarme los almendros en flor y a miles de personas tiradas en el suelo, tratando de encontrar acomodo para pasar la noche. O escuchar el llanto de un niño recién nacido al que su
madre no ha podido lavar. Como si no hubieran pasado 70 años, 6 meses y 25 días.



