Rotos y desheredados

Tras el brillo de la fama literaria y la bohemia de la primera mitad del siglo XX, se esconden personajes que no pasarán a la historia de la literatura con mayúsculas, o que en el mejor de los casos serán glorias locales reivindicadas años después para darle nombre a un instituto de enseñanza secundaria, a una biblioteca, o por algún catedrático nostálgico de grises glorias del pasado, con estudio crítico-filológico incluido.

 

Otros correrán peor suerte, y su memoria se verá relegada a un puñado de libros viejos, de hojas amarillentas, enterrados en una biblioteca particular, a la espera de que alguien los reivindique antes de que los consuma la polilla. Vana espera.

 

A la primera clase de los "rotos" pertenecen nombres como Pedro Luis de Gálvez, Eliodoro Puche, o Armando Buscarini, enterrados por sus propias miserias y por la bohemia destructiva del alcohol y los burdeles, cuando no de la tuberculosis; maestros del sablazo, matones que rimaban versos, o poetas que terminaban siendo matones.

 

En la clase de los "desheredados" entraría un escritor como Martín Perea Romero, del que, sin duda, muy poca gente habrá oído hablar, y muchos menos habrá leído.

 

El 14 de diciembre de 1996 viajé a la ciudad de Mula (Murcia) para reunirme con un grupo de escritores y amigos. El historiador Juan González Castaño me llevó a su casa para enseñarme la biblioteca que estaba montando, y me mostró una maleta llena de libros que parecían haber cruzado el túnel del tiempo. Todos eran del mismo autor: el escritor muleño Martín Perea. Había ejemplares de diferentes géneros: teatro, ensayo, crítica literaria, poesía. Mi amigo Juan me ofreció media docena de libros para que me los llevara. El autor se los había dado para que los repartiera, como albacea literario, entre las personas que pudieran estar interesadas en su obra. Pero ¿quién era este escritor, desconocido para mí hasta entonces?

 

Martín Perea Romero nació en Mula el 22 de diciembre de 1899, hijo de campesinos acomodados. A los diecisiete años comenzó a publicar en la prensa levantina. Su primer libro, Mujeres y Sonetos, salió de la imprenta en 1920, y fue el arranque de una larga carrera literaria que se desarrolló en su mayor parte en el exilio. En los años veinte viajó a Argentina, donde trabajó como periodista y continuó publicando poesía. Regresó a España en 1927. Se relacionó con Alejandro Casona, Francisco Villaespesa, Jacinto Benavente y Gregorio Marañón. Fue archivero municipal, profesor de instituto, periodista, peón, empleado de banca, redactor de discursos ajenos, funcionario ministerial, campesino, carbonero y asesor editorial. Militó en partidos de izquierdas. En 1936 fue secretario personal del ministro de Agricultura, Mariano Ruiz Funes, y llegó ser jefe del gabinete de prensa de su ministerio. En 1939, poco después de que Azaña abandonara el país, salió de España a través de la Junquera, y se estableció en Francia. Lo hizo a pie, ligero de equipaje, con una cartera donde guardaba algunos manuscritos de sus obras literarias. En el camino perdió algunas de sus obras, aún si publicar (Pasa, Acuarelas, Iberia y El Héroe del Siglo). Recuperó Iberia gracias a su buena memoria. Pasó una temporada recluido en el campo de concentración francés de Bram. Luego vivió míseramente, recogido por algunos exiliados españoles, mientras se lamentaba de que Negrín, Cordero y otros socialistas, republicanos y centistas se instalaban en hoteles de lujo de París y se movían sin problemas por el país. Se instaló en Marsella, donde estrenó una comedia, Narda, en 1947, antes de trasladarse a París. Finalmente viajó a Venezuela, donde fue periodista de El Heraldo. Allí publicó obras de teatro y poemarios en Ediciones Clepsidra, algunas habían sido escritas en los años veinte.

 

Martín Perea regresó a España en los años ochenta, donde pasó largas temporadas. Publicó en Murcia algunos libros que apenas tuvieron difusión. Dejó una maleta llena de ejemplares y desapreció para siempre. Cuando su obra llegó a mis manos, sus amigos de Mula hacía tiempo que no tenían noticias de él. Juan González Castaño me contó que probablemente habría muerto en Venezuela, porque nadie tuvo noticias ya de un hombre que superaba los noventa años. Tengo entre mis manos ahora media docena de libros que no son más que una mínima parte de su extensa obra literaria. Trato de imaginar qué habría sido de Martín Perea en otras circunstancias. Es difícil saberlo. Seguramente algún cementerio de Caracas contendrá sus huesos, y tal vez una lápida con una incripción escueta revele su nombre y su origen. Tal vez, ni siquiera eso.