Figuras de esparto

Conozco a un tipo que no ha hecho otra cosa en su vida que fabricar figuritas de esparto: un burro con alforjas, unas alpargatas, un caracol. Hay algunas en casa, y me sirven para no olvidarme de que existen hombres que las fabrican. Me pregunto cómo verá el mundo un hombre que no haya hecho otra cosa en la vida que fabricar figuritas de esparto.

 

Se puede vivir de salir en la tele. Se puede vivir del transformismo. Se puede vivir del cuento. Se puede vivir de la caridad. Se puede vivir del aire. De ilusión también se vive. ¿Se podrá vivir hoy de fabricar figuritas de esparto?

 

Una vez visité un Museo del esparto en el pueblo alpujarreño de Torvizcón. Allí oí hablar de un tipo llamado Pedro Aguilera, mecánico de electrodomésticos jubilado, que se hizo un ataúd de esparto cuando cumplió sesenta y cinco años. Tardó 255 horas en hacerlo.


Mientras espero el embarque en la puerta 3 del aeropuerto, trato de ver el mundo durante un rato como si fuera un fabricante de figuritas de esparto. Y es un mundo diferente, ni negro ni rosa, sino de color tierra, tirando a pajizo. La niña del asiento de enfrente mira el mundo con ojos de Nintendo DSi; no tiene aspecto de estar interesada en el esparto. La anciana que hace cola en la puerta 4 tal vez haya trabajado con el esparto en su juventud. El hombre que transporta un gato en una jaula podría tener figuritas de esparto en su casa. No es una idea descabellada. ¿Cuántos de los que caminan a mi alrededor tendrán figuritas de esparto en su casa? Me alejo con la duda, pensando —no sé por qué— en aquel hombre que le regaló a mi madre las tres figuritas. ¿Le gustarán a mi madre las figuras de esparto? Se lo preguntaré.