El 2 de mayo de 1951 moría abatido por la balas Manuel Girón en las cercanías de Los Puentes de Malpaso (León). El asesino se llamaba José Rodríguez Cañueto y había sido un enlace de Girón y sus
hombres en la Sierra de La Cabrera. Manuel Girón Bazán era un guerrillero antifranquista que se echó al monte en 1937, cuando se enteró de que una cuadrilla de falangistas lo buscaba para
matarlo. Cuando murió tenía treinta y dos años, y a su alrededor surgió una leyenda que había comenzado ya en vida del guerrillero. Mientras Girón era traicionado, cuatro de sus hombres se
dirigían a Villablino, para negociar su retirada a Francia, ante la situación desesperada en que se encontraba la guerrilla leonesa doce años después del final de la guerra civil. Uno de aquellos
cuatro hombres se llamaba Francisco Martínez-López, conocido como
Quico.
Quico cumplió ochenta y cuatro años el pasado 1 de diciembre. Es un hombre menudo, ágil y lúcido. Toma café con sacarina y gesticula al hablar, con sus manos de obrero. Nació en el Bierzo, en
Cabañas Raras, un pueblo leonés que tenía 1.000 habitantes en 1925. Su padre emigró a Bilbao en su juventud y luego volvió al pueblo, donde fue agricultor y zapatero. Quico fue el mayor de cinco
hermanos de una familia católica y republicana. Cuando estalló la guerra, tenía once años. A los diecisiete, consiguió su primer empleo en la empresa Minero-Siderúrgica de Ponferrada. Una
denuncia por actividades antifranquistas lo obligó a unirse a la guerrilla en septiembre de 1947.
Quico vive en El Campello (Alicante), frente al Parque Central. Viste pantalón vaquero, zapatillas deportivas marrones y un jersey de lana azul oscuro, que no sobra en una tarde de primavera
fresca y lluviosa. Me lo presentan Javier y Rogelio. Luego nos sentamos en una cafetería, en el parque, donde el camarero baja el volumen del televisor para que podamos hablar. El primer grupo al
que se unió Quico estaba formado por ocho hombres. Recorrió la tierras leonesas del Alto Bierzo, desde Bembibre hasta La Maragatería y Las Omañas, hasta que en 1949 se unió a Manuel Girón en la
sierra de La Cabrera, donde fueron la pesadilla del comandante Arricivita y de La Brigadilla durante dos años. Quico asegura que, sin la ayuda de la población, la guerrilla no habría sobrevivido.
Pueblos enteros los amparaban, les daban cobijo y les facilitaban la huida cuando las cosas se ponían feas. Entres sus contactos y simpatizantes había curas, alcaldes y guardias civiles. Don
Celso, el cura de Carracedo, le salvó la vida a más de uno, y el cura de Encinedo y el de Cabañas y el de Cacabelos.
Quico tiene una memoria prodigiosa. Habla sin titubear. Recuerda con precisión fechas, nombres, lugares. Muy pocas veces tiene que rectificar. Sabe que el tiempo corre en su contra, que ya apenas
queda gente que pueda contar de primera mano lo que ocurrió en aquellos años. Sólo Pedro Juan Méndez, alias Jalisco, Chelo Rodríguez, su hermana y él mismo, los últimos guerrilleros de la
Federación de Guerrillas León-Galicia. Cuando ellos mueran, su historia tendrá que ser contada por la siguiente generación. Y, entonces, quizás ya no sea lo mismo. En septiembre de 1951, tras la
muerte de Girón, Quico y sus compañeros dejaron las armas escondidas, el morral con la munición, se cambiaron las botas de goma con suela de llanta y buscaron un taxi en Riosurco disfrazados de
militares y con documentación falsa. Pero el taxista los dejó en mitad del camino y tuvieron que ingeniárselas para cruzar los Pirineos a pie. En Francia fueron detenidos y se les dio la opción
de ser entregados a la policía española o irse a Indochina con la Legión Extranjera. Se rebelaron, y tras su paso por la prisión consiguieron llegar a París un año después.
Quico tiene el pelo blanco y unas cejas muy pobladas. Tiene tres hijas. La mayor, Irma, entra en la cafetería para decirle a su padre que irá a dar un paseo por la playa. Habla con acento
francés. Quico cuenta algunas cosas de su exilio en Francia y de su relación con el PCE; lo hace con cierta amargura. Los desencuentros duraron muchos años, y continúan en la actualidad. Cuando
Quico regresó a España por primera vez en 1976 y fue a su pueblo, le pareció que todo era más pequeño, que las distancias se acortaban. Todavía vivían muchos de los enlaces de la guerrilla.
Visitó a algunos y lo que vio en sus caras y en el recibimiento fue miedo. En 1977, en un cine de Ponferrada se encontró a Sara, que había sido enlace de la guerrilla. La reconoció. Alguien le
había dicho que Sara murió en uno de los interrogatorios de la Brigadilla. La que murió fue su hermana.
En la cafetería del parque están celebrando un cumpleaños infantil. El griterío empieza a ser insoportable. De vez en cuando estalla un globo, que suena como un disparo, y Quico vuelve la cabeza,
instintivamente. Luego, sonríe y sigue hablando y moviendo las manos al compás de la voz. Y, cuando calla, sus ojos siguen diciendo cosas. Se hace tarde. Lo acompañamos a su casa. Al montar en el
coche de Javier, me viene a la mente Cañueto, el hombre que le descerrajó dos tiros a Girón. Alguien me dijo que murió en Sevilla en 1966, atropellado por un camión.