Tras el cristal

Pongamos que se llamara Verónica. Pongamos que le gustara echar de comer a las palomas y fotografiar los bancos en los parques. Y, por poner, pongamos que hiciera veinticinco años que no había vuelto a verla.

 

A los dieciocho años todos estábamos enamorados de Verónica. A algunos se les pasó antes; a otros nos duró más tiempo. Era fácil enamorarse de Verónica, tan fácil como hacer una fotografía a un banco vacío en un parque.

 

Verónica tenía los ojos claros y vivos, los ojos más claros y vivos que yo he conocido. Vivía en un piso de alquiler junto a otras estudiantes, cerca de la universidad. Estudiaba Filología, pero soñaba con ser fotógrafa. Verónica hablaba poco y quizás aquello la hacía más interesante. Le gustaba llevar el pelo suelto, vestía pantalones bombachos, bebía cerveza al mediodía en la cafetería Ipanema y sabía tocar el sitar. Siempre anotaba cosas en una libreta de tapas negras que todos mirábamos con curiosidad.

 

Un día se dejó olvidada su libreta en Ipanema. La guardé entre mis libros para devolvérsela, pero esa noche, torturado por el insomnio que me persigue desde hace años, no pude evitar abrirla y leer lo que había escrito. No me gustan los suelos brillantes e impolutos, me recuerdan a las personas brillantes e impolutas. Su letra era redonda y muy cuidada. ¿Cómo se puede disfrutar de las cosas si no somos capaces detener el tiempo? Después, anotaba el precio del billete del autobús, el título de una película o trataba de describir el color de una manzana que se había comido el día anterior. Me produce pánico ver la vida tras un cristal, había anotado el día anterior. Cuando le devolví la libreta, me dio las gracias y me preguntó, algo azorada, si la había leído. Le dije que sí con un gesto. «Entonces ya sabrás que no voy a ser nunca feliz», me dijo. «Me temo que no», le contesté. Y luego seguí enamorado de Verónica hasta que las capas de la vida se fueron superponiendo y dejaron la esencia en el fondo del frasquito.

 

Hace unos días, acudí a la ventanilla de un aparcamiento público porque la banda magnética de mi tíquet estaba estropeada. Y al otro lado del cristal blindado me encontré con los ojos de Verónica veinticinco años después. La reconocí enseguida, aunque no quedaban apenas vestigios de aquella chica de la que todos estábamos enamorados. Prendido de la camisa llevaba su nombre con letras mayúsculas. Le dije quién era y ella me miró como si el cristal pusiera una enorme distancia entre los dos. Sus ojos, por unos segundos, recobraron un poco el brillo de otros tiempos. Intercambiamos unas frases apresuradas mientras me daba el cambio. Me preguntó por mi vida, le pregunté por la suya, pero solo fueron preguntas, porque las respuestas no nos interesaban. Entonces le dije adiós y me sonrió. En cuanto monté en el coche bajé la ventanilla y no la volví a subir a pesar de que en la calle llovía con fuerza. También a mí me daba pánico ver la vida tras un cristal.