
Este viernes cambio la literatura por la pintura. Apenas amanece, emprendo un viaje de poco más de 100 kilómetros para visitar al pintor Nono García en su estudio de Mula. Hace unos meses lo conocí en una exposición y ahora espero encontrarlo con los pinceles en la mano.
El estudio de Nono está en las afueras del pueblo, junto a la chimenea de una antigua fábrica de conservas que estuvo a punto de venirse abajo en el terremoto de 1999. Ahora la fábrica es un jardín, y la chimenea es pura arqueología. Desde aquí también se ve el castillo de los Vélez, que mandó construir Pedro Fajardo en época de Carlos V.
Nos recibe en la puerta Teo, el perro del pintor. Nono García acaba de regresar de Marruecos (Marrakech, Ouazarate, Essaouira), donde ha pasado quince días pintando paisajes y objetos que ahora puedo ver sobre su mesa de trabajo. Me enseña la caja de acuarelas que compró en Londres y de la que han salido las maravillas que ahora contemplo. La caja tiene el tamaño de un paquete de tabaco. En realidad, Nono utiliza pocos colores. Me cuenta que ha añadido un pegote de nogalina para reforzar los ocres, el color que predomina en su obra. Mientras hablamos, Teo se enrosca en su cojín rojo y parece escuchar con interés el relato de su amo.
En el estudio hay un cuenco viejo que acompaña al pintor desde sus inicios, cuando salía del trabajo para el almuerzo y aprovechaba el tiempo para pintar en su casa. Ahora quedan lejos los días en que imitaba los carboncillos de su padre y se ganaba la vida como vendedor en unos grandes almacenes. Sobre su mesa hay también un vaso de té turco, una alcuza, un molinillo. Reconozco algunos de los objetos que aparecen en sus cuadros. Los lienzos se amontonan en las paredes y, sobre uno de los caballetes, hay una superficie blanca a punto de cobrar vida. Hablamos durante dos horas, rodeados de bodegones y fachadas de edificios que se desdibujan en los cuadros, como todas las obras de Nono García.
Mientras me alejo por una carretera desierta, escucho a Ray Charles, y enseguida me viene a la cabeza la imagen de una película donde sonaba Georgia On My Mind, y un tren se detenía en mitad del desierto de Arizona, y se bajaba un viajero. No recuerdo más de aquella película, pero esta imagen me acompaña desde hace años. Por un instante pienso que el mundo real es el de los cuadros, el de las pantallas de cine, y me pregunto si lo que veo ahí fuera no es más que la imitación del arte, la imperfección, la luz que nunca se detiene.