Cuando no salen las cosas, te sientas frente a la pantalla del ordenador a las 8 de la mañana, echas un vistazo por la ventana, calientas los dedos y comienzas con la primera frase: «El marqués se sirvió un café y acarició su leontina de oro». Luego miras de nuevo por la ventana, y al volver a la pantalla del ordenador no puedes creer que hayas sido capaz de escribir esa porquería de frase.
Cuando no salen las cosas, respiras hondo, colocas las libretas en su sitio, los lápices, la estilográfica y tratas de volver sobre la frase. Ahora escribes: «Se sirvió un café el marqués después de acariciar su leontina de oro». Y vuelves a mirar por la ventana y a ordenar las libretas y los lápices y a limpiar de la mesa un polvo que no existe; es igual: limpias los restos de la goma de borrar.
Cuando no salen las cosas, lo intentas por tercera vez y escribes: «El marqués tenía una leontina de oro y se tomó un café». ¿He escrito yo eso? ¿De verdad he sido yo?, te preguntas. Luego, piensas que el teclado está embrujado, que tu mente y tus dedos no están coordinados. Cualquier cosa, menos reconocer lo que te está pasando. Te levantas, vas a la cocina, te sirves un café como el del marqués, pero cortado. Miras la hora, miras por la ventana, miras a todas partes menos a donde tienes que mirar.
Cuando no salen las cosas, eres capaz de darte una cuarta oportunidad después de tomarte el café y ordenar los lápices y mirar por la ventana. Y, entonces, escribes: «El marqués odiaba el café, odiaba su leontina de oro; odiaba madrugar y mirar por la ventana». Y respiras hondo antes de releer la frase.
Cuando no salen las cosas, te tomas un segundo café, le sacas brillo a la mesa; punta a los lápices; pones el reloj en hora, porque se adelanta tres milésimas de segundo; repelas el azúcar del café y piensas si no deberías tomarlo con miel. La miel tiene muchas propiedades. Y escribes: «El marqués…». Luego te cagas en el marqués y en la puta que parió al marqués y en la leontina de oro y en la mierda del café que se ha tomado el marqués. Y piensas que la culpa de todo la tiene el marqués, por usar leontina, cuando ya nadie la usa; por tomar un café que sabe a chicoria; por ser marqués en vez de conde, o vizconde, qué sé yo…
Cuando no salen las cosas, la ventana de tu estudio se convierte en una gran pantalla de cine donde proyectan una película que dura cinco o seis horas. A veces, más. Te tomas el cuarto café, o el quinto (ahora descafeinado, que no es cuestión de sufrir una taquicardia). Te das cuenta de lo desordenado que está el estudio, de que tienes que revisarte la vista, de que a la impresora le queda poca tinta. Te acuerdas de esos correos electrónicos a los que deberías haber respondido hace seis o siete años. Y te pones a contestarlos: «Querido Fulanico: disculpa mi demora para contestar a tu último correo, pero estuve muy ocupado en los últimos años. Ya sabes: el trabajo, los viajes, los compromisos...».
Cuando las cosas no salen, apagas el ordenador, derrotado, alrededor de las 12 de la noche; abres un libro o dos o tres; relees a Cansinos Assens, a Faulkner, a Catulo, a Flaubert, a Hammett, y planeas la forma de asesinar al marqués con un poco de quinina en el café, o de estrangularlo con su leontina de oro, o abandonarlo en una isla desierta donde ningún lector pueda rescatarlo nunca. ¡Nunca!