Sostiene mi amigo Raimundo que a la Delegación de Hacienda únicamente van los ricos y que a los pobres nunca los citan. Pero yo no soy rico ni quiero serlo. Ni siquiera juego a la lotería por miedo a que me toque y se rompa el débil equilibro de mi aurea mediocritas, que tanto trabajo me ha costado conseguir. Sin embargo, en los últimos cuatro años he recorrido todas las ventanillas, las oficinas, los pasillos y rincones de este edificio de los años cuarenta que por fuera parece una cárcel y por dentro lo es. Y es que a veces Raimundo no dice más que tonterías.
*9:30 AM.- Atravieso sin problemas el arco detector de metales. El segurata me mira con indiferencia, con un cuasi bostezo. Primera prueba superada.
*9:40.- Después de 10 minutos de espera, consigo preguntar en información. Me aclaran la duda, o creo que me la aclaran. Segunda prueba superada.
*9: 50.- Pulso el recuadro de una pantalla digital, recojo mi número y espero mi turno delante de otra pantalla digital, valga la redundancia. Ahora no sé si he superado la prueba.
*9:51.- Mientras espero mi turno, tengo la sensación de que todos los que se sientan a mi alrededor son inspectores de Hacienda camuflados de contribuyentes para ver si me voy de la lengua y confieso algún pecadillo fiscal a mi contribuyente vecino.
*10:26.- Llevo treinta y cinco minutos con la sensación de que los doscientos inspectores de Hacienda que me rodean y que tienen cara de contribuyentes saben que en mi declaración de 2008 me desgravé el café cortado que tomé en “La Gitana”, una taberna de La Paz, el 10 de agosto de 2007. No es la primera vez que tengo esta desagradable sensación.
*10:50.- He repasado más de seis veces todos los impresos que llevo en la carpeta: el Modelo 111, el Modelo 202, el Model0 301. Mi carpeta parece la pasarela Cibeles con tanto modelo.
*11:02.- Por fin mi número aparece en la pantalla digital y me dirijo a la ventanilla 13 (menos mal que es miércoles), pertrechado de bolígrafos, tippex, DNI… A lo lejos creo reconocer a la funcionaria de ventanilla que me ha tocado en suerte. Es la misma del pasado febrero. Y entonces estuvo un pelín borde.
La funcionaria me mira por encima de sus gafas para combatir la presbicia. No puedo apartar la vista de ella, tratando de interpretar cada uno de los movimientos de sus músculos faciales. La funcionaria revisa la documentación, murmura, farfulla. De repente me mira. ¿Sabrá lo de aquel café que me tomé en “La Gitana” en 2007? En realidad, yo estaba trabajando, no era un viaje de placer. La funcionaria revisa los modelos, comprueba fechas, firmas, datos, plazos. Menea la cabeza negativamente, arquea una ceja. Cruzo los dedos para que haya tenido una buena noche. Me hace preguntas a las que no sé responder. Empiezo a sudar. ¿Tendré que volver otro día? Eso me temo. La funcionaria lee mi nombre en voz alta, con el mismo tono que mi maestra de parvulario, y se detiene en el segundo apellido. Oigo su tos de fumadora. Me mira a mí y a mi segundo apellido alternativamente. ¿Habré olvidado poner la tilde? La funcionaria me pregunta si soy familia de la ministra que se apellida como yo. Sonrío. Será por los nervios, pero sonrío. Le digo que no con el pensamiento, pero mi cabeza hace un gesto afirmativo. ¿Por qué me pasará esto con tanta frecuencia? La que sonríe ahora es la funcionaria, que celebra la coincidencia. «Sí –le miento con voz inocente– mi madre y el padre de la señora ministra son hermanos». La funcionaria sigue celebrando la coincidencia. Durante unos segundos invento mentalmente una genealogía y una vida que no he vivido: veranos en el pueblo con la ministra cuando era una niña, cumpleaños en familia, juegos infantiles, cucaña, aficiones de la ministra, pequeñas trastadas que nos hacíamos… Pero no es necesario inventar más. La funcionaria no ha dejado de sonreírme. Creo que incluso me encuentra parecido con mi falsa prima. Ahora se muestra amable: me explica la finalidad de cada uno de los modelos, me enumera los errores que he cometido y ella misma los rectifica con un tippex de mucha menos calidad que el que yo traigo en el bolsillo. Suena el teléfono móvil de la funcionaria. Se disculpa. Habla durante unos minutos sin importarle mi presencia. Al colgar, me dice que es del hospital: van a operar a su suegra. Le cuento que a mi madre la operaron de lo mismo hace casi dos años y está como una rosa. No sé si mi madre estaría de acuerdo con mi afirmación, pero yo lo digo convencido. Mientras la funcionaria revisa por tercera vez la documentación y enmienda los errores, le relato el postoperatorio de mi madre y la animo. Oigo un golpe seco sobre el mostrador y veo el sello de Hacienda estampado en el impreso. La funcionaria me sonríe con una amabilidad a la que no estoy acostumbrado. Se diría que está feliz. Nos despedimos como si fuéramos a cenar juntos en Nochevieja.
Al salir a la calle el cielo es más azul y el aire más puro. O eso me parece a mí. He perdido la mañana en aquella cárcel imaginaria pero casi no me importa. Me alejo silbando una canción de Luis Aguilé. Tengo ganas de celebrar algo, lo que sea. Me voy a la plaza de Gabriel Miró, a mi cafetería favorita, a celebrar que hoy hace 32 años que gané el primer premio literario. Hago el firme propósito de no incluir el café en la declaración trimestral del IVA. Y mientras tanto, pienso en lo fácil que resulta hacer feliz a la gente y en lo distinto que sería el mundo si todos tuviéramos una prima ministra.