El vendedor de enciclopedias

Anoche me contó Elisa —pongamos que se llama Elisa— que el martes pasado, a las dos y seis minutos de la tarde, cuando se disponía a calentar el aceite para freír unas croquetas, llamaron a la puerta y abrió pensando que sería algún comercial de Iberdrola o de Unión Fenosa o del Cículo de Lectores, y de repente se "dio de bruces" con su padre —es la manera de hablar que tiene Elisa—, al que no veía desde hacía quince años. Hombre trajeado, maletín en la mano izquierda, cabello plateado y ralo, corbata con alfiler pasado de moda. Pero lo reconoció, eso me dijo Elisa, lo reconoció enseguida. Y él la miró primero con una sonrisa, luego con rostro serio, mirada circunspecta, ojos muy abiertos. Y se puso muy triste, me contó Elisa, porque sin duda no esperaba encontrase con su hija.


Marcel (pongamos que el padre de Elisa se llama Marcel) se marchó de casa hace exactamente quince años y seis meses. No salió a comprar tabaco, no desapareció sin avisar, no fue un abandono premeditado, no tenía una querida. Simplemente dijo: he encontrado un trabajo. Eso fue lo único que dijo. Elisa apenas tenía quince años y no supo lo que aquello significaba para su padre. Pero lo ha sabido quince años después, es decir, el martes pasado a las dos y seis minutos de la tarde, cuando estaba calentando el aceite para freír unas croquetas. Marcel, después de dos años sin trabajo, encontró la posibilidad de vender enciclopedias a domicilio y no la desaprovechó. En gran medida, la madre de Elisa (pongamos que se llamara Elisa también) fue responsable de que Marcel no volviera a casa después de su primer día en el nuevo trabajo. A tu madre no le gustaba aquel oficio, dice Elisa que le dijo Marcel el martes pasado, no le parecía digno de nosotros y le prometí que no volvería a casa hasta que no consiguiera vender las enciclopedias suficientes como para pagar las deudas. Quince años y seis meses tratando de vender las enciclopedias suficientes para pagar las deudas. Son malos tiempos para las enciclopedias, Elisita, perdóname, Elisita. No llores, padre. No puedo evitarlo, Elisita, no sabes cuánto he pensado en vosotras. Mamá murió. No lo sabía, ¿cuándo? Hace dos años.

 

Mientras Elisa (en realidad no se llama Elisa, pero no quiero revelar su verdadero nombre) me narra el reencuentro con su padre, en las estanterías del salón veo los veintidós tomos de una enciclopedia bellísima, forro negro acharolado, letras rojas como marcadas con fuego. Entonces, le pregunto a Elisa por su padre, pero ella no me escucha, sigue hablando de la enciclopedia, de la calidad del papel, de la belleza de las fotografías, del olor de la tinta, de la encuadernación artesanal, de lo importante que siempre fue para ella tener una enciclopedia como aquella, quince años y seis meses deseando con todas sus fuerzas tener una enciclopedia como aquella.