
El asunto de las ferias y las firmas de libros podría dar para un tratado de anécdotas y otras cuestiones entre lo frívolo y lo profundo, entre lo exquisito y lo chabacano. Y alguna vez he tenido tentación de escribirlo, pero luego me entra la pereza, y abandono la idea en esas libretas de tapas negras que siempre me acompañan. Hoy, sin embargo, voy a dar unas pinceladas en un lienzo en el que caben muchas más cosas.
Quiero comenzar reconociendo, en un arranque de sinceridad, que no soy un escritor que firme muchos libros en las ferias y en otros acontecimientos por el estilo. En realidad, se produce la paradoja de que cuando no tenía apenas lectores firmaba muchos libros y cuando los lectores me descubrieron empecé a firmar cada vez menos.
En una ocasión, en la feria del libro de una ciudad costera, le firmé un autógrafo a un señor de ochenta años que se llamaba Valentín y tenía el colesterol alto. Era un tipo entrañable con el que estuve hablando un cuarto de hora. La firma no era para él, sino para su nieto. Y no le firmé un libro, sino un folleto de publicidad sobre la venta de viviendas de una urbanización con piscina. No firmé nada más en toda la mañana. También he llegado a estar un par de horas sentado frente a una mesa en una librería con escaleras mecánicas y ámbito cultural, sin firmar ni un solo libro.
Para no parecer el pupas, contaré que en alguna ocasión he terminado con calambres en los dedos de tanto firmar. Pero ha sido muy pocas veces y hace tanto tiempo que ya casi no me acuerdo.
Lo que más desanima al escritor-firmante es cuando compartes firmas con escritores de mucho éxito: la muñeca Monster High, el ratón Gerónimo Stilton, el cantante del grupo Los Pedos, Mario Conde, o el autor de Cómo hacerse millonario invirtiendo en la Bolsa (lo siento, he olvidado el nombre del escritor, aunque era un tipo divertido y muy buen compañero de mesa). En esos casos hay escritores que fingen que van al baño, o se levantan para estirar las piernas o simplemente se marchan de la caseta inventando una excusa. Yo siempre he permanecido estoico delante de mi fila vacía y contemplando con admiración (no confundir con envidia) la cola (con perdón) del compañero escritor. O, como mucho, me he hecho una foto con la muñeca o el ratón de turno para tener un recuerdo de mis fracasos y demostrarle a mi hija que los escritores nos codeamos con gente famosa.
En una ocasión, en la Feria del Libro de Madrid, estaba yo firmando junto a Lucía Etxebarría y nadie se acercó a mí durante más de quince minutos. Sin embargo, la cola (con perdón) de la escritora llegaba hasta la caseta de enfrente. Y, como salida de los libros, se presentó ante mí una chica mulata, con el pelo muy largo, y me confesó que al verme tan solo y desolado había decidido comprar mi libro para que se lo firmara. Intenté explicarle que no era necesario, que podía firmarle en un papel y así no tendría que gastarse el dinero. Pero insistió. Desde entonces mantenemos correspondencia. Se llama Cari, vive en la República Dominicana y es periodista. Hace tres meses tuvo una niña y me ha prometido que si el próximo es niño lo llamará Luis. A mí esas cosas me hacen ilusión, para qué voy a hacerme el duro.
En otra ocasión, una lectora se dio cuenta, cuando iba a pagar el libro que yo debía firmarle, de que no llevaba dinero. Me costó trabajo que aceptara, pero finalmente me permitió que le prestara el dinero y se marchó, bastante sonrojada por el apuro que había pasado. Una hora después regresó y saldó su deuda. Y entonces fui yo el que me sonrojé por las cosas tan bonitas que me dijo.
Pero yo quería contar la última anécdota, que me sirve para reafirmarme en que las firmas de libros siempre son algo extraordinario, aunque no firmes ni un solo ejemplar. Y que nosotros, los escritores, muchas veces no sabemos estar a la altura de los lectores.
Ayer, mientras firmaba en la caseta de una feria, en una iglesia cercana se celebraba una boda. Los lectores y los invitados se mezclaban en una orgía literaria y festiva donde unos se reconocían por la corbata y el tocado, y otros por los libros y los marcapáginas que llevaban en la mano. No hay dos bodas iguales, pero en el fondo todas son lo mismo: salen los novios, lluvia de arroz, los que se han quedado a fumar en la puerta se incorporan a la comitiva, los novios suben al coche, los flashes rebotan en la brillante carrocería. Y de repente ocurre algo inesperado (en toda boda que se precie tiene que ocurrir algo inesperado): la novia le pide al chófer que se detenga, le dice algo al oído a su flamante marido y los dos se bajan del vehículo ante la mirada perpleja de los invitados.
Hago una elipsis. Las elipsis son importantes en la literatura y en el cine. Me gustan las elipsis. Pasamos por corte a la secuencia en que el escritor, es decir yo, firma ejemplares y charla con los lectores. Ahora lo narraré en tercera persona, aunque quizá mis exalumnos del taller de escritura (y ahora amigos) me dirían que es más apropiada la primera.
Con el rabillo del ojo, mientras firma un ejemplar, el escritor descubre a una pareja de novios. Ella lleva un libro en la mano, aunque el escritor no sabe si lo ha comprado o si lo trae de casa. En realidad, sería raro que lo trajera de casa. Pero el escritor no tiene tiempo a pensar tan deprisa. Lo que sí sabe es que se trata de la novela que él está firmando. La novia hace el amago de ponerse en la cola. Entonces, la gente que aguarda, con buen criterio, la deja pasar. Son conscientes de la situación y no quieren ser culpables de que el banquete se retrase. El escritor ve (ahora ya no con el rabillo del ojo, sino frente a él) a una pareja de recién casados, tremendamente guapos los dos, con esa belleza que únicamente proporciona la felicidad. Intercambian unas palabras, les da la enhorabuena y firma el libro con el pulso inseguro por la premura. Después se hacen una foto, el escritor ve alejarse a la pareja y se siente dichoso por la dicha (valga la redundancia) de los recién casados. Luego sigue firmando, y piensa en esa pareja que en uno de los días más felices de su vida decidió perder unos minutos para conseguir un libro que para el escritor es un trozo de vida, pero que para los demás no tiene por qué ser más que un montón de páginas de papel con letras. Fundido en negro. Fin. Rodillo de créditos. Decidatoria: "A Sole, que tiene roto el ordenador y sigue el blog por el móvil".