Caravaca Downtow, 3

(novela negra y digital por entregas)

 

Por LUIS LEANTE 

 

CAPÍTULO 3

 

La oficina de Arthur White parecía el almacén de atrezzo de unos estudios de cine. Más que muebles, aquello podría definirse como «restos de desahucio». El local era una mezcla de salón decimonónico, consulta de dentista, barbería, snack-bar y puticlub. En vez de sofá, el detective había puesto el diván de un psicoanalista, remendado con hilo bramante. El asiento para las visitas era un sillón de barbero que en otro tiempo formó parte del mobiliario de la barbería del señor Carlista, el hombre que me «tomó el pelo» por primera vez. La mesa del detective tenía cuatro patas de desigual altura y estaba calzada con un par de guías telefónicas. Un teléfono viejo y sin cable que lo uniera a la red presidía la mesa. El resto era un perchero que le regalaron con la ropa de su difunto dueño colgada, un flexo abollado, una lámpara de lágrimas sin bombillas, un espejo que parecía sacado del Callejón del Gato por el que solía pasear Valle Inclán, y varios muebles de compleja catalogación. Para disimular las manchas de humedad de la pared, el detective había clavado con chinchetas algunos carteles de toros de las plazas de Cehegín y Calasparra, además de un anuncio de Arroz Bomba.

        Sobre el diván se acumulaban periódicos atrasados que el señor White se había propuesto leer para pasar las largas jornadas de tedio en la oficina. Algunos tenían más de doce años. Leí un titular al azar: «El Generalísimo inaugura el Pantano del Cenajo en Moratalla». El ejemplar del ABC era de junio de 1963. Sin duda, al señor White no le interesaban mucho las noticias de «rabiante»actualidad.

Las colillas se amontonaban en el cenicero que había sobre su mesa: una especie de sombrero de tres picos en miniatura con la marca CINZANO en rojo.

        —Disculpa el desorden, chico —me dijo el detective—. Aún no he contratado a nadie que se encargue de la limpieza—. Arthur White abrió un cajón de la mesa, sacó dos vasos y una botella de Pilé 43—. ¿Te apetece un trago?

        —Gracias, no bebo.

        —¿Cuántos años tienes?

        —Doce —le respondí.

        —A esa edad, más o menos, fue cuando pillé yo mi primera cogorza. ¿No te lo he contado nunca?

        El detective hablaba como si nos conociéramos desde hacía años, pero en rigor era la primera vez que estábamos frente a frente, aunque yo llevaba varios días «investigándolo».

        El señor White intentó abrir la botella, pero el tapón se resistió. El azúcar se había cristalizado y estaba duro como el hormigón.

        —Caramba, no sé cuánto tiempo llevará esto sin abrir —me dijo sofocado por el esfuerzo—. Venía con el mobiliario.

        En ese momento llamaron a la puerta y apareció en señor Montoya sin esperar respuesta. Pedro Montoya era el cartero del Downtown. Tenía una librería tres números más arriba de la oficina del detective y, además, era funcionario de Correos.

        —¿Arturo Blanco? —preguntó el cartero-librero.

        —Sí, soy yo.

        —Un certificado para usted.

        El detective firmó el acuse de recibo y se quedó con el sobre en la mano. Le dio la vuelta, leyó el remite e hizo un gesto de contrariedad. Luego le dijo al señor Montoya:

        —Lo siento, no tengo suelto para darle una propina.

        —No se preocupe, aquí no se estila como en los Estados Unidos. Pero no estaría mal que importáramos esa costumbre, además de la Coca-cola.

        Cuando el cartero se marchó, el señor White seguía con el sobre en la mano. Lo observaba tan fijamente que temí que fuera a arder con su mirada.

        —Es de los abogados de mi exmujer, ¿sabes? —dijo echándolo al cajón de donde había sacado el Pilé 43.

        —¿No piensa abrirlo?

        —Por supuesto que no. Ya sé lo que quiere: desplumarme.

        De repente el detective golpeó con rabia el cuello de la botella contra la mesa y lo partió. Me dedicó una sonrisa triunfal y se sirvió un dedo en el vaso.

        —Esto tiene solera —me dijo—. ¿Seguro que no quieres un trago?

        —Seguro.

        —Tú te lo pierdes, muchacho —apuró el Pilé 43 y se sirvió otro dedo—. Por cierto, ¿a qué te dedicas? Me refiero a si vas a la escuela y todas esas cosas que se hacen a tu edad.

        —Soy escritor —respondí sin pensarlo y sin pestañear.

        —¿Escritor de escribir? Caramba... ¿Y qué escribes?

        —Novelas policíacas, negras y criminales.

        El señor White apartó la mirada del vaso y clavó sus pupilas en mí, que permanecía sobre aquel sillón de barbero parecido a una silla eléctrica pero sin correas.

        —¿Así que novelas policíacas y todo eso que has dicho...?

        —Sí, además le ayudo a mi padre en la droguería. Es esa que hay más abajo, en el número 17.

        Arthur White puso los ojos en blanco y permaneció así durante unos segundos.

        —¿Es cierto que usted nació en San Francisco, USA?

        El detective sufrió un acceso de tos y perdió la concentración. Inmediatamente volvió a la realidad.

        —¿De dónde has sacado esa idea? —me preguntó.

        —Es lo que cuenta la gente por ahí. ¿Es cierto?

        El señor White tosió, se aclaró la voz y llenó de nuevo el vaso. Apartó con el dedo unos cristalitos que habían caído de la botella y los dejó en el cenicero. Luego se tomó su tiempo para responder.

        —Pues sí, es cierto. Yo nací en Chinatown, el rincón más peligroso del viejo San Francisco. ¿Y qué más se cuenta por ahí?

        —Que usted fue policía en el Bronx de Nueva York?

        —Sí, sí, también eso es cierto, muchacho. Pero me dispararon y una bala me atravesó el pulmón. Mira, la bala salió limpiamente por aquí —dijo el detective señalándose la espalda por encima de la americana—, entre la costilla octava y novena, ¿lo ves?

        Le dije que sí, en un acto de fe, pero en realidad no podía ver nada.

        —¿Fue con un Colt? —le pregunté llevado por la curiosidad profesional.

        —No, fue una Browning B725.

        —¿La de nueve milímetros?

        —No, la de doce, que es más destructiva.

        —Ya lo creo que lo es.

        El detective me miró de arriba abajo y luego de abajo arriba.

        —Ya veo que eres un experto —me dijo—. Casualmente estoy buscando un ayudante. Si te interesa, el puesto es tuyo.

        —Soy menor de edad: solo tengo doce años.

        —No importa, porque no voy a poder pagarte en los próximos seis, y para entonces ya habrás cumplido dieciocho. Eso si antes no me vuela alguien la tapa de los sesos.

        —De acuerdo —le respondí sin pararme a pensar.

        —Quedas nombrado mi ayudante. ¿Llevas cerillas?

        —No, señor.

        —Entonces tendré que salir a la calle para encender este maldito cigarro. Ese va a ser tu primer trabajo, muchacho: conseguirme una caja de mixtos.

 

 

(CONTINUARÁ)