Caravaca Dowtown, 6

(novela negra y digital por entregas)

 

Por LUIS LEANTE

 

CAPÍTULO 6

 

Me resulta difícil olvidar aquella Navidad de 1975. Y por muchas razones. Pero en todas está incluido Arthur White, investigador privado que utilizaba el seudónimo de Arturo Blanco para despistar a su exmujer y a las oficinas bancarias. O eso creía yo.

        El 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, el señor White me leyó una carta que había recibido del abogado de su exmujer. En ella le exigía una cantidad de dinero desorbitada que había desaparecido de casa, así como las llaves de un coche que al parecer se había llevado el señor White sin pedir permiso.

        —No te cases nunca, muchacho —me dijo mientras hacía añicos aquel trozo de papel con membrete de un abogado de Barcelona—. En un país donde no existe el divorcio, casarse es un atraso.

        —Pero usted se casó en Estados Unidos, y allí existe el divorcio. ¿No es cierto?

        —Cierto, muy cierto —me dijo poniendo los ojos en blanco—. Verás, lo que ocurre es que el matrimonio en Estados Unidos no es válido en nuestro país, de manera que el divorcio tampoco.

        —Pero si el matrimonio no es válido allí... —empecé a decir sin demasiada convicción.

        —Cuando seas mayor lo entenderás, muchacho. Con doce años todavía te falta mucho que aprender. Por cierto, ¿te he contado alguna vez que yo conocí a Al Capone?

        —Creo que no, señor White.

        —Llámame jefe, muchacho. Eso es más profesional. Pues verás, yo fui el que encontró el cadáver de Alphonse en la bañera.

        —¿Ha trabajado también en Miami?

        —Sí, claro. Ese fue mi primer destino como policía. Yo tenía entonces 22 años, si no me equivoco.

        —Vaya, jefe, eso es muy emocionante.

        —Ya lo creo, muchacho. Alphonse me dijo sus últimas palabras al oído antes de espicharla.

        —¿Y cuál fueron sus últimas palabras?

        —Me dijo: «Rosebud...». Y luego estiró la pata dentro de la bañera.

        —Qué casualidad, jefe, es la misma palabra que pronuncia Charles Foster Kane antes de morir en su finca de Xanadú. ¿No ha visto usted la película Ciudadano Kane?

        —Pues no la recuerdo en este momento.

        —Es una coincidencia fantástica. ¿Recuerda usted si el señor Capone llevaba una bola de nieve en la mano en el momento de morir?

        —¿Una bola de nieve, dices? No estoy seguro. Creo que llevaba un puro. Sí, un Montecristo, creo recordar. En realidad estaba muy enfermo: había pillado la sífilis en su juventud, y en Alcatraz se le fue la olla. Seguramente estaba repitiendo frases de películas que vio en prisión. ¿Te he contado alguna vez aquel tiro que me dieron en el pulmón? La bala me salió por la espalda, entre...

        —Entre la costilla octava y novena. Sí, eso ya me lo ha dicho, jefe. Pero puede contármelo otra vez si quiere.

        La verborrea de Arthur White no tenía fin. Y en aquella Navidad de 1975 el detective estaba especialmente locuaz.

        En esa época del año la calle Mayor, arteria principal del Downtown, vivía los mejores días del año. La calle estaba mucho más iluminada que el resto del año, y la gente entraba y salía de los comercios cargada con bolsas, como si el mundo fuera acabarse al día siguiente y quisieran comprarlo todo para llevárselo a la otra vida. Incluso la Farmacia de Pascual Adolfo estaba a rebosar, seguramente por los excesos que se cometían en esas fechas. Hasta cerca de la medianoche la calle estaba llena de gente. Y en el resto del Downtown también había más animación, aunque no se pudiera comparar.

        Pero el lunes 29 de diciembre se produjo un acontecimiento que perturbó la paz del Downtown y puso en alerta al vecindario, acostumbrado a una vida tranquila y sin sobresaltos. Yo no recordaba nada parecido desde que el señor Almendra, barrendero municipal, encontró en el carro de la basura una bolsa de billetes falsos que cien pesetas que alguien había arrojado allí. Nunca se llegó a conocer el origen de los billetes, a pesar de las especulaciones. Sin embargo, desde ese día siempre tuvimos la sospecha de que una banda internacional de falsificadores se había instalado en nuestra pacífica comunidad.

        El lunes 29, como decía, nos despertamos con la sorpresa de que alguien había entrado a robar en Casa Alonso, más conocida como la tienda de Diezrreales («ultramarinos finos y coloniales, especialidad en quesos, plátanos y jamones serranos, fiambres para bodas»). Según el atestado que firmaron Los Parrala Boys se llevaron una botella de sidra el Gaitero (famosa en el mundo entero), dos de Anís El Mono, tres botellas de ginebra Rolling´s y otra de Pilé 43.

        Cuando conocí este último detalle —el de la botella de Pilé 43—, el corazón me dio un vuelco. ¿Se trataba únicamente de una casualidad? Yo no sabía qué pensar. Demasiadas dudas para un niño. Poco antes del mediodía se descubrió que también habían entrado a robar en la Posada de la Compañía, justo enfrente de la tienda del señor Diezrreales.

        La Posada había sido iglesia de los jesuitas hasta 1767. Luego, con la expulsión de la Orden, fue saqueada y en la desamortización de 1835 pasó a manos particulares. Sus paredes estaban ennegrecidas por el humo de la gasolina y de las hogueras que durante años se habían hecho en el interior. En 1975 no era más que una enorme cochera, donde encerraban sus vehículos algunos vecinos del Downtown. Sus capillas laterales se habían convertido en corrales, conejeras y gallineros. Los huevos de la Posada eran muy cotizados en toda la City y competían con los de las pedanías y las tierras altas de la Comarca. Por eso, el robo de una gallina sonó como un sacrilegio laico. Además, desaparecieron algunos huevos, sin que Los Parrala Boys pudieran precisar en el atestado la cantidad exacta.

        Arthur White no pareció sorprendido cuando aquella mañana le conté las novedades. Al contrario, lo vi más animado que de costumbre, como si aquellos dos robos pudieran cambiar de alguna manera su mala racha.

        Yo no quería pensar mal, pero a esas alturas me resultaba difícil no sospechar de mi jefe. Deseaba creer ciegamente en aquella máxima literaria que trataba de poner en práctica en mis novelas policíacas: «Las cosas no siempre son lo que parecen».

 

        

(CONTINUARÁ)