
(novela negra y digital por entregas)
Por LUIS LEANTE
CAPÍTULO 8
La resaca de primero de año del señor White fue una de las más largas que recuerdo. El detective se pasó toda la tarde con la bolsa de hielo en la cabeza. Si aquello era una actuación, mi jefe se merecía un oscar. Ni Paul Newman lo había hecho mejor en su papel del Brick en La gata sobre el tejado de zinc.
—Ayer asaltaron la tienda de El Pera —le dije sin perderlo un instante de vista para observar su reacción.
—¿Asaltaron?
—Bueno, robaron.
—Eso es otra cosa —me dijo sin soltar la bolsa de hielo—. El Downtown se está poniendo peligroso, pero esto todavía no es el Bronx. Allí un tipo con un tornillo flojo cogía una recortada y asaltaba una licorería a plena luz del día.
El segundo día del año, un Parrala Boy se presentó en la oficina del detective. Yo estaba sentado en el sillón de barbero, observando cómo el señor White hacía una quiniela de fútbol. Entonces, llamaron a la puerta y el policía entró sin llamar.
—¿Es usted Arturo Blanco? —preguntó el agente, que llevaba un mostacho de otra época.
Yo me llevé un susto de mil demonios, pero el detective no se inmutó. Levantó la cabeza, miró de arriba abajo al policía y dijo sin que le temblara la voz:
—El mismo que viste y calza, sí señor. ¿Y usted quién es, si puede saberse?
—Agente de la autoridad —respondió a su vez con altanería el Parrala Boy—. Jefe de la policía local.
—Pero usted tendrá un nombre, señor jeje de la policía local. Todo el mundo tiene un nombre, digo yo.
Me pareció que el agente de la autoridad titubeaba, algo inaudito. Aquello merecía ser apuntado en mi libreta de escritor de novelas policíacas.
—Bibiano García —respondió el agente.
—Bonito nombre.
—Déjese usted de mariconadas. No he venido aquí a perder el tiempo.
—¿Entonces a qué ha venido?
La sangre fría de mi jefe me dejó petrificado, hasta tal punto que el policía no me miró porque sin duda me consideraba parte del mobiliario.
Inesperadamente, el agente dulcificó el tono de voz.
—Necesito hacerle unas preguntas.
El señor White le mantuvo la mirada y también moderó su tono, mucho menos hostil. Le señaló el diván y le dijo:
—Siéntese, señor agente de la autoridad Bibiano García. Está usted en su casa.
—Prefiero permanecer en pie.
—Permanezca entonces como le plazca. Usted dirá.
Saltaba a la vista que el Parrala Boy se sentía incómodo. Sin duda, aquella visita no era plato de su gusto. Intentaba disimular, pero no lo conseguía.
—Como usted sabrá sin ningún género de dudas, hace dos noches se perpetró un robo en el presente barrio, coincidiendo con las celebraciones tradicionales navideñas de la localidad, sin que hasta la fecha actual de hoy se haya conseguido detener al autor o autores del susodicho delito contra la propiedad privada...
—¿Habla usted de robo o de hurto, señor agente de la autoridad Bibiano García?
El rostro del Parrala Boy se quedó congelado. Luego parpadeó y dejó los ojos en blanco. Al cabo de unos segundos reaccionó y dijo:
—Estamos hablando de robo, de robar...
—¿Robo con violencia, robo a secas, intento de robo, robo consumado...?
—¡Robo sin más! —gritó el agente de la autoridad fuera de sus casillas—. Aquí soy yo el que hace las preguntas y se me escucha, ¿entendido?
El detective pidió disculpas con un gesto, sin borrar la sonrisa irónica de su rostro.
—Entonces, pregunte... Pero le ruego que vaya al grano; tengo una resaca del copón y tanta verborrea policial me despierta más dolor de cabeza.
Ya lo estaba viendo, o mejor dicho, imaginando. El policía saca las esposas, le recita sus derechos al detective, le pone los grilletes, hace sonar el silbato y aparece media docena de Parrala Boys que estaban apostados en los aledaños de la oficina, a la espera de la señal convenida. Alguien grita: «Detenido por desacato a la autoridad»; e inmediatamente sacan a rastras al señor White y lo conducen al calabozo del Retén, en la Plaza del Arco.
Pero sorprendentemente, no ocurrió nada de eso. El policía miró a mi jefe y como si le diera vergüenza preguntó.
—¿Usted no oyó ni vio nada sospechoso la noche del 31 de diciembre al 1 de enero, entre las seis y las siete de la mañana?
«Así que era eso», debió de pensar el detective. En una actuación que me pareció soberbia, Arthur White entornó los ojos y trató de hacer memoria.
—Veamos, veamos... ¿Entre las seis y las siete de la mañana, dice? Pues no, a esas horas yo estaba durmiendo en ese diván, con una borrachera de tres pares de cojones, que aún me dura, por cierto. Aunque hubieran entrado con un carro de combate en el establecimiento del señor Pera no me habría enterado de nada. ¿No es cierto, muchacho? —preguntó el detective mirándome a mí.
—En efecto, señor agente —dije imitando una expresión que le había leído al comisario Maigret en las novelas de Simenon—. Mis amigos y yo nos lo encontramos en la calle con síntomas visibles de haber bebido y lo trajimos hasta aquí para que durmiera la mona.
El Parrala Boy me miró como si el gato hubiera cobrado vida y hubiese empezado a hablar.
—¡Hostias! —dijo—. ¿Y este quién es?
—Mi ayudante, mi lazarillo, mi perro san bernardo, mi ángel de la guarda en las noches de vino y rosas.
El agente estaba abrumado por la verborrea de mi jefe. Sin duda, las cosas no estaban saliendo como él imaginaba.
—Como verá —continuó el detective—. Mi coartada es perfecta.
—Bueno, bueno... Yo no he venido a acusar a nadie. Únicamente quería hacerle unas pregunticas. Esto ha sido idea del concejal, no mía.
—Entonces dígale al concejal de mi parte que este es un caso muy complicado. Como usted sabrá mejor que yo, no es el primer caso de robo que se produce en la City, ¿no es cierto?
—Cierto, cierto.
—Y me temo que no será el último.
—¿Está insinuando que...?
—Yo no insinúo nada. A las pruebas me remito, señor agente de la autoridad Bibiano García: es el tercer robo que se produce en pocos días. El ladrón o ladrones campan a sus anchas. Admita que esto se les está yendo de las manos.
Sorprendentemente, Arthur White le había dado la vuelta a la situación y ahora el agente parecía acorralado, como si mi jefe lo estuviera acusando de algo.
—La autoridad competente está trabajando día y noche para resolver esta ola de robos.
—Más de día que de noche —puntualizó el detective.
—¿Qué está usted insinuando?
—No insinúo, señor agente, afirmo que están dando palos de ciego, que no tienen ni idea de dónde empezar la investigación. Si no, ¿por qué vienen aquí a interrogarme? Porque esto es un interrogatorio con todas las de la ley.
El señor White había dejado al agente con la palabra en la boca, lo había enmudecido con su dialéctica. Finalmente, el Parrala Boy se derrumbó.
—Quizá tenga usted algo de razón, pero mi trabajo es mi trabajo.
—Y el mío también. Mire, señor García, y permítame la familiaridad. Ustedes necesitan un profesional para resolver este asunto de los robos. De lo contrario harán el ridículo.
—Eso nunca. Los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado estamos para...
—Déjese de pamplinas, amigo mío —el detective sacó una tarjeta de presentación y se la tendió al agente—. Dígale a ese concejal suyo que puede contar con mis servicios. Le haré un precio económico. Dígale también que yo soy la solución a sus problemas. Si es inteligente, acudirá a mí.
El Parrala Boy miró la tarjetita y se la metió en el bolsillo. Se había quedado sin argumentos.
—Se lo haré saber —dijo finalmente el policía—. Pero sepa que usted no goza de mis simpatías.
El agente se marchó dando un portazo. Como decía doña Araceli, mi vecina: vino a por lana y se marchó trasquilado.
(CONTINUARÁ)