
(novela negra y digital por entregas)
Por LUIS LEANTE
CAPÍTULO 12
No recuerdo otro despertar tan amargo como aquel del día de los Reyes de 1976. En cuanto abrí los ojos recordé todo lo que había sucedido la noche anterior. Me propuse no volver nunca a la oficina de Arthur White. Aquello había terminado definitivamente para mí.
Sin embargo, la amargura duró poco. En la mesa del salón de casa encontré un regalo para mí. Era una Olivetti Pluma 22 amarilla, la misma máquina sobre la que comencé a escribir estas líneas hace muchos años. Me lancé sobre ella como si fuera una tortada de bizcocho y merengue de las que vendía la señora Juanica en su confitería, Yemas Cristina, en el 31 de la calle Mayor. Me fascinaba aquella tecnología que únicamente conocía a través del cristal del escaparate de Pepe el de las Máquinas. Estuve tecleando hasta que los dedos de los padrastros.
Conseguí olvidarme de todo, hasta el punto que cuando salí de casa y me encontré a Arthur White frente a la tienda pequeña de El Pera, la mercería, no lo reconocí.
—¿No saludas, muchacho? —me dijo sonriente.
Lo saludé y seguí calle Mayor arriba, con la intención de contarles a mis amigos que tenía una Olivetti Pluma 22.
—Espera... Llevo más de dos horas esperándote —insistió el detective.
—¿A mí?
—Claro, ¿a quién si no? Quiero invitarte a desayunar.
—Ya es mediodía —le dije—. Hace más de cuatro horas que desayuné.
—En Nueva York desayunamos a todas horas. ¿No te parece una buena costumbre?
—No, no me lo parece.
El detective se acercó a mí y me removió el cabello.
—Lo siento, chico. Lo de anoche no estuvo bien.
—No, no estuvo bien.
—He venido a pedirte disculpas. No me porté bien contigo. No debí dejarte solo en una operación tan peligrosa. Te puse en peligro.
—No corrí ningún peligro. Me dolió más lo otro...
—Ya lo sé. Pero he venido a contarte otra cosa: he detenido al autor de los robos en el Downtown. O mejor dicho debería decir autora.
—Me está tomando el pelo, señor White.
—En absoluto. En este momento está en el calabozo del Retén municipal. Lo atrapé, muchacho, lo atrapé. ¿Puedes creerlo?
En ese momento me olvidé de los reproches y me contagié del entusiasmo del detective.
—¿Se merece o no se merece eso un buen almuerzo, aunque sea mediodía?
—Por supuesto que se lo merece.
Nos fuimos a celebrarlo al Bar Progreso, en la plaza del mismo nombre, conocida también como plaza Nueva. El señor White pidió una ginebra y para mí una Mirinda de Naranja, un plato de cortezas, aceitunas y dos boletos para probar suerte. Seguí el relato de los hechos sin pestañear, sin masticar apenas para no hacer ruido.
Según me contó el detective, después de separarnos la noche anterior se sintió desolado. Estaba realmente arrepentido. Y yo creí lo que me estaba contando. Se recogió en su oficina para dormir, pero la mala conciencia no le permitía tranquilizarse.
—Me quedé sin tabaco y no tenía sueño. Esas son las dos peores cosas que le pueden ocurrir a un detective, además de que te atraviesen el pulmón con una bala. Pero eso solo puede ocurrir una sola vez en la vida.
—Y a usted ya le ha ocurrido.
—Efectivamente... ¿Te lo he contado alguna vez?
—Creo que no, jefe. Pero lo debí de leer en algún periódico hace muchos años. Continúe, señor White.
—Prefiero que me llames jefe.
—Siga, jefe.
—Pues, como te iba diciendo, salí a la calle para olvidarme del mono del tabaco y tranquilizarme un poco.
Cuando el detective llegó a la altura de la calle del escritor Gregorio Javier, oyó un ruido que le pareció muy sospechoso.
—Era como si alguien arrastrara una mesa de madera por el suelo —me explicó el señor White.
El detective echó mano a su Smith & Wessom, pero la había dejado en la oficina. Así que decidió adentrarse entre la penumbra de aquella callejuela que formaba parte de lo que en el Downtow se conocía como La Carrera. De repente vio algo extraño.
—Serían las tres o las cuatro de la madrugada, no sabría precisártelo, porque estaba tan oscuro que no podía ver ni las agujas de mi reloj. ¿Entiendes ahora por qué quiero tener un peluco como aquel que te dije? Un detective que se precie de serlo debe saber en cada momento qué hora es para detallarlo en su informe cuando lo requiera el cliente.
—Siga, jefe, me estaba contando que vio algo extraño.
Realmente era muy extraño. Un Rey Mago estaba trepando por una escalera, apoyada contra el balcón de una casa. El detective pensó que aquello podía ser consecuencia del delirium tremens que había padecido en otras ocasiones...
—Ya sabes, alucinaciones, visiones extrañas, percepciones extrasensoriales...
—Sí, sí —le dije para que no se fuera por las ramas—, conozco perfectamente los síntomas del delirium tremens.
—Llegué a pensar incluso que los Reyes Magos existían de verdad y yo había vivido en la ignorancia desde que era un niño.
El detective mantuvo la calma, se pellizcó y se aseguró de que aquello no era una pesadilla. Si los Reyes Magos no existen, pensó, entonces aquel tipo no podía ser otra cosa que un bromista o un caco. Y enseguida se decantó por la última hipótesis.
—«Ponga las manos donde pueda verlas y vuélvase muy despacio», le dije a aquel tipo que iba disfrazado de Rey Mago. Y él obedeció. Y entonces vi que se trataba del Rey Baltasar. ¿Por qué todo el mundo quiere ser el Rey Baltasar? Se diría que en este país simpatizamos mucho con los negros, pero luego somos más racistas que los yankis del sur profundo.
—Bueno, eso es casi imposible.
—Ahí has estado fino, muchacho.
—Pero siga, jefe.
El falso Baltasar se abalanzó sobre mi jefe aprovechando la oscuridad. El detective intentó retenerlo, pero se quedó con la peluca en la mano. Después de un forcejeo y unos golpes nada certeros, el escurridizo ladrón echó a correr calle arriba.
—Se notaba que era un profesional —me dijo el señor White.
A pesar de que el alcohol aún corría por las venas y por el cerebro del detective, lo persiguió y se lanzó en plancha, de manera que consiguió sujetarlo por los pies e inmovilizarlo. Aquel tipo se resistió durante un par de minutos hasta que no tuvo más remedio que rendirse a la evidencia de que el detective era más fuerte que él.
—Bueno, en realidad se trataba de “ella”, porque era una mujer —añadió Arthur White.
–¿Qué me está contando?
—Lo que oyes, muchacho. Tenía dos tetas pequeñitas, pero tetas al fin y al cabo.
—¿Se la vio?
—No, no se las vi. Hay cosas que no hace falta ver ni tocar para saber que están ahí.
Me habría gustado apuntar aquella frase en mi libreta de escritor de novelas policíacas y criminales, pero estaba demasiado embobado con la narración como para sacar el bolígrafo.
—El ladrón, es decir, la ladrona yace ahora en la sombra del calabozo de esos policías ineptos.
—¿Está en el Retén?
—Allí, mismo, muchacho.
—Caramba, eso sí es una historia emocionante.
—Deberías escribirla, muchacho. ¿No es eso lo que hacen los escritores?
(CONTINUARÁ)