Caravaca Dowtown, 13

(novela negra y digital por entregas)

 

Por LUIS LEANTE

 

CAPÍTULO 13

 

El ladrón, o mejor dicho, la ladrona se llamaba Luz Morales, alias Sor Bombilla. Según supe después con detalle, estaba intentando escalar el balcón del doctor Juan de Dios Teruel, radioelectrólogo y especialista en el aparato digestivo, que vivía en el número 7 de la calle Gregorio Javier, enfrente de la vieja oficina de Quinielas futbolísticas.

        Sor Bombilla era una mujer muy ágil y escurridiza. Así fue como me la describió Arthur White. En el trayecto hasta el Retén municipal, intentó zafarse varias veces de las garras del detective. Pero él estaba acostumbrado a tratar con gente de peor calaña. Finalmente, cuando la ladrona se vio a pocos metros de la policía, cambió de estrategia a la desesperada.

        —Espera, espera un momento —le dijo al detective—. Hagamos un trato.

        —¿Un trato? —preguntó el señor White—. Tú no estás en condiciones de hacer ningún trato.

        Luz Morales (a) Sor Bombilla hizo un gesto coqueto con el pelo. Por la descripción que me hizo el detective, se parecía mucho a Tippi Hendren en Marnie, la ladrona. Su cabello era rubio y tenía una frente amplia; la boca pequeña y un gesto como de ausencia en la mirada.

        —Si no me entregas a la pasma, te daré parte del botín —dijo Marnie, es decir, Sor Bombilla.

        —¿Parte del botín? ¿Y para qué quiero yo un puñado de bragas y sujetadores? ¿Tengo yo cara de fetichista?

        —¿Y del alcohol?, ¿qué me dices del alcohol? Tengo un arsenal de bebidas.

        —Llegas tarde, muñeca, estoy dejando los vicios.

        Ella hizo un esfuerzo para sonreír, y luego añadió:

        —A mí no me engañas. Hueles a ginebra a una milla de distancia.

        —Es la colonia que uso, encanto. Me cansé del Varon Dandy y ahora me perfumo con ginebra.      

        Mi jefe tiró de ella y avanzó unos metros.

        —Espera, espera. Tengo más cosas para ti. Hace una semana asalté el Bar Miami en Cehegín. Tengo el botín íntegro.

        Arthur White se detuvo, aunque no la soltó. Un zorro viejo como él no podía fiarse ni de su sombra. Durante unos segundos meditó sobre las palabras de la mujer.

        —¿Cómo te llamas? —preguntó mi jefe finalmente.

        —Luz Morales, pero todos me conocen como...

        —Sor Bombilla.

        —¿Me conoces?

        —He oído hablar de ti. Un detective tiene que estar al tanto de lo que se cuece en los bajos fondos.

        —Creo que podemos entendernos —dijo ella en un tono de voz que al señor White le sonó seductor.

        El detective necesitaba ganar tiempo para pensar. Sabía que si ahora se precipitaba, todo su trabajo se podría ir por tierra.

        —De acuerdo, hagamos un trato —dijo al cabo de unos segundos Arthut White—. Primero dime dónde tienes el botín y luego nos lo repartimos.

        A Sor Bombilla se le escapó una carcajada.

        —¿Piensas que soy estúpida? Si te lo digo, me entregarás a la policía y te pondrás tú solito las medallas.

        —Sí, eso es posible. Pero si no lo haces, te entregaré y te torturarán hasta que les digas lo que quieran saber.

        —Te equivocas, Humphrey Bogart, eso era antes. ¿No te has enterado de que las cosas están cambiando en este país?

        Al que se le escapó la carcajada ahora fue a mi jefe.

        —Alma de cántaro —dijo el señor White, tratando de controlar la risa—. Me has enternecido con tu ingenuidad. Por lo que veo, has pisado pocas prisiones.

        —Más de las que me habría gustado.

        —Basta de cháchara: o aceptas el trato con mis condiciones, o te entrego ahora mismo a Los Parrala.

        Desde la sombrerería de don Lorenzo, donde se habían parado mi jefe y la ladrona, se veía ya la puerta del Retén de la policía. El detective le cogió la mandíbula y la obligó a mirar hacia allí. En cualquier momento podría salir algún agente y verlos forcejear.

        —De acuerdo, tú ganas —dijo Sor Bombilla—. Te lo diré.

        —Pues Desembucha. Soy todo oídos.

        —El botín está en mi habitación, en las Camas Patio Andaluz.

        —Espero que no me mientas o te acordarás de Arthur White.

        —Bueno, también tengo algunas cosillas en el maletero de mi coche.

        Sor Bombilla cantó como una gallina, frente al escaparate de la sombrerería. Cuando terminó de dar todos los datos, mi jefe le apretó el brazo con más fuerza y tiró de ella.

        —Pero ¿qué haces? —preguntó, atónita, la mujer.

        —Entregarte a la policía.

        —¿Y nuestro trato?

        —¿De verdad creíste que iba a hacer un trato contigo? Yo no me vendo por un puñado de fajas.

        —No son fajas. Son lencería fina. También me llevé medias de seda.

        —Hace tiempo que no las uso, muñeca.

        —Me diste tu palabra.

        —Mi palabra vale menos que un centavo en un desguace de Rolls Royce.

        Sor Bombilla forcejeó con el detective y a punto estuvo de escapar, pero el señor White estuvo avispado y consiguió inmovilizarla.

        —Yo en tu lugar no me resistiría. Podrías lastimarte esas lindas muñecas, y sería una verdadera lástima.

        Sor Bombilla entró en el Retén como una gata rabiosa. Daba pequeños gritos histéricos e insultaba al detective, además de amenazarlo.

        Los dos Parrala que estaban de guardia se quedaron petrificados al ver la escena. Mi jefe había interrumpido sus sueños y ahora no sabían si aquello era una pesadilla o era realidad.

        —Aquí les traigo esta pieza que acabo de pescar —dijo el detective—. Enciérrenla y llamen al señor Bibiano.

        Los dos agentes eran incapaces de reaccionar. Finalmente uno de ellos consiguió articular algunas palabras.

        —El señor Bibiano está durmiendo.

        —Pues despiértelo y dígale que se trata de un caso urgente.

        Una hora después, el jefe de Los Parrala Boys entraba en el Retén vestido de paisano, con cara de pocos amigos.

        —A ver, ¿qué pijo pasa aquí? —preguntó hecho un basilisco.

        —Aquí, el huelebraguetas, que dice que ha capturado al ladrón —le explicó uno de los agentes que estaban de guardia.

        —¿Al ladrón? ¿Qué ladrón?

        De repente el jefe de la policía pareció caer en la cuenta de lo que se trataba. Su rostro se desfiguró.

        —Está en el calabozo —dijo el otro agente.

        Bibiano García cogió las llaves que colgaban de una alcayata y salió al patio al que daban los dos mugrientos calabozos del Retén. Encendió la bombilla del calabozo y miró al interior.

        —¿Qué clase de broma es esta, señor detective? —dijo el Parrala.

        —No es ninguna broma, señor agente de la autoridad Bibiano García.

        —¡Es una mujer!

        —Elemental, señor agente. Veo que a pesar de los escasos voltios de esa pera ha sido usted capaz de darse cuenta. Ella es la ladrona.

        —Eso ya lo veremos... —y luego le dijo a los policías de guardia—: prepararlo todo para interrogarla.

        —No hace falta, jefe, ya ha cantado.

        —¿Cómo que ha cantado?

        —Dice aquí el huelebraguetas que ha confesado.

        Arthur White le dio todos los datos que le había sacado con tanta astucia a Sor Bombilla.

        —Yo en su lugar avisaría al concejal de Seguridad Ciudadana. Esta mujer necesita que le lean sus derechos. De lo contrario, cualquier picapleitos podría anular la detención por ilegal.

        —¿Quiere hacer el favor de callarse? —gritó el agente Bibiano García fuera de sí.

        Se produjo un silencio tenso, largo, que únicamente se interrumpió cuando uno de los policías dijo:

        —¿Entonces qué hacemos, jefe?

        El policía de paisano alargó aún más la tensa espera:

—Léelele sus derechos a la detenida y luego llama al concejal de Seguridad Ciudadana. Y no quiero oír ni una protesta.

 

 

(CONTINUARÁ)