Caravaca Dowtown, 14

(novela negra y digital por entregas)

 

Por LUIS LEANTE

 

CAPÍTULO 14

 

Luz Morales alias Sor Bombilla estaba en búsqueda y captura desde hacía año y medio. Su rostro, de frente y de perfil, aparecía en los carteles de todas las comisarías del país como uno de los más buscados. Sin embargo, su capacidad para esconderse mantenía en jaque a Policía, Guardia Civil e incluso agentes forestales del ICONA. Desde que el Lute estaba en prisión, era Sor Bombilla la que acaparaba las páginas de sucesos de todos los periódicos. Incluso había llegado a dar golpes sonados en Gibraltar, por lo que podía catalogarse como delincuente internacional. Había sido portada de El Caso en al menos en tres ocasiones, y eso le daba un caché con el que muchos delincuentes soñaban.

        Según se podía leer en la prensa, Sor Bombilla era la reina del camuflaje. Tenía un don natural para el disfraz y el cambio de personalidad. En palabras de los psicólogos que escribieron sobre ella en la prensa, detrás de aquel comportamiento se ocultaba la vocación frustrada de actriz. En realidad, Luz Morales había hecho dos cursos de Arte Dramático, pero le suspendieron la asignatura de Esgrima, y tuvo que ponerse a trabajar porque perdió la beca. Luego, cuando la vida la llevó por otros derroteros, mantuvo la afición a crear personajes y meterse en la piel de otras personas. Según los directores de los Bancos y Cajas de Ahorro que había asaltado, Sor Bombilla interpretaba igual de bien los papeles masculinos y los femeninos, hasta el punto de que en un mismo atraco hacía de mujer delante de los empleados de la sucursal, y se convertía en hombre cuando entraba al despacho del director para encañonarlo y obligarlo a abrir la caja fuerte.

        Tal y como mi jefe le había revelado a la policía, Sor Bombilla se hospedaba en las Camas Patio Andaluz, en la Prolongación de la City, esquina Generalísimo con Poeta Elías Los Arcos. El registro tuvo que retrasarse hasta que llegó el concejal Malaespina, que a su vez sugirió llamar a la Guardia Civil.

        —¿A la Guardia Civil? —preguntó el jefe de la policía municipal—. ¿Para qué necesitamos nosotros a la Guardia Civil?

        Después de un tira y afloja, el máximo agente de la autoridad dio su brazo a torcer.

        —La señora Bombilla podría tener un cómplice. ¿No te das cuentas de que esto os viene un poco grande a los municipales? —dijo conciliador el concejal de Seguridad Ciudadana—. A ver, Bibiano, ¿desde cuándo no has disparado esa pistola?

        —Desde 1939 —respondió el agente sin dudarlo.

        —¿Ves como yo tengo razón? Ya no eres un muchacho, Bibiano. Igual se te encasquilla y nos das un disgusto. Que te quedan dos días para la jubilación, como quien dice. Piensa en tus nietos.

        El jefe de Los Parrala Boys cedió y en media hora se presentó en el Retén un sargento y un número de la Benemérita.

        —Habrá que llamar al juez para hacer el registro —sugirió el concejal Malaespina.

        —¿Al juez...? Al juez ya lo hemos llamado nosotros y dice que vayamos procediendo mientras él viene de camino —responidó el sargento.

        —Ah, bien, entonces no se hable más.

        Cristina Cifuentes y Antonio López se llevaron un buen susto cuando vieron aparecer en su casa una comitiva de gente de uniforme y otros de paisano que se habían ido incorporando por la calle, movidos por la curiosidad y el alcohol. Después de un instante de zozobra e incertidumbre, los dueños de El Patio Andaluz le dieron las llaves al sargento de la Guardia Civil y se volvieron a la cama.

        —Usted nos disculpará, señor agente, pero anoche cerramos el bar muy tarde y dentro de un par de horas tenemos que estar en pie para darle los regalos a mi Loli y empezar con los desayunos.

        Veinte años después, Loli López Cifuentes aún recordaba emocionada la noche en que, entre sueños, vio a los Reyes Magos disfrazados de picoletos que entraban en su casa y hablaban con su madre sobre cuestiones relacionadas con el rendimiento escolar y el comportamiento de la niña. Yo no quise quitarle la ilusión y, aunque conocía bien la verdadera naturaleza de aquellos falsos reyes, prometí llevarme el secreto a la tumba. Aunque quizá ahora esté rompiendo aquella promesa al incluirlo en esta historia.

        Como había asegurado Arthur White a la policía, en la habitación de Sor Bombilla aparecieron todos los objetos que había robado días antes en los comercios del Downtown. Las botellas estaban sin abrir y únicamente en las cajas de lencería faltaban unas bragas que no aparecieron en el registro. Y eso que los agentes y los voluntarios que se habían incorporado a la comitiva se emplearon a fondo en la búsqueda.

        —Igual las lleva puestas —sugirió uno de Los Parrala.

        Todos se miraron muy serios, como si unos adivinaran el pensamiento de los otros.

        —En ese caso, será mejor que sea el juez quien proceda —zanjó el asunto el sargento de la Guardia Civil.

        En el patio trasero de El Patio Andaluz, una antigua posada donde aún se conservaban los pesebres de las bestias, encontraron estacionado el vehículo del que Sor Bombilla le había hablado al detective. Era un Citröen GS Break con suspensión hidroneumática, matrícula MU-7074-F. El coche era nuevo y, según se supo en las horas siguientes, le había sido sustraído a un practicante de Calasparra que lo había dejado con las llaves puestas mientras entraba a comprar tabaco en el estanco de la Corredera. En el interior del maletero aparecieron los huevos que Sor Bombilla había robado presuntamente de La Posada de la Compañía: cuatro huevos enormes de color crema que, sorprendentemente, no habían sufrido desperfectos, según se desprendía de la primera inspección ocular.

        —Que nadie toque los huevos, con perdón —ordenó el sargento—, por si su señoría ordenara tomar huellas.

        Sin embargo, la gallina no apareció. En su lugar, se encontraron en el maletero algunas plumas y ciertas manchas semejantes a excrementos avícolas que podrían considerarse indicio de que en aquel lugar pudo haber yacido en algún momento el animal.

        —Blanco y en cántara —dijo el agente Bibiano García—. Más claro, agua.

        —Querrá usted decir leche —lo corrigió el detective.

        —Leches, con el tío este —murmuró el policía y luego añadió—: Haga usted el favor de no tocar nada, detective, que luego las pruebas se lían y los jueces no tienen muchas luces para aclararse.

        —En ese caso —dijo el señor White dirigiéndose al sargento de la benemérita e ignorando al Parrala—, si no me necesitan más, yo me retiro para redactar el informe que, sin ninguna duda, el señor Malaespina me exigirá antes de pagarme.

        —Está bien, puede retirarse —dijo el benemérito atusándose un bigote inexistente, tal vez por la fuerza de la costumbre.

        —Enhorabuena, señor White —dijo a su vez el concejal de Seguridad Ciudadana dándole la mano a mi jefe—. Ha hecho usted un trabajo excelente. Quiero darle las gracias en mi nombre en el de la corporación a la que represento.

        —Le pasaré la minuta en dos días, si usted no tiene inconveniente.

        Cuando mi jefe terminó de contarme la historia, ambos estábamos emocionados.

        —¿Quiere usted que le ayude a mecanografiar ese informe, jefe? —le pregunté en un arrebato espontáneo—. Los Reyes me han dejado una Olivetti en casa: la Pluma 22 amarilla.

        —Fantástico, muchacho. Esa es una noticia extraordinaria. Parece que la suerte nos sonríe. Quizá deberíamos comprar un número de la lotería. O mejor, no.

        En mitad de la celebración se acercó hasta nuestra mesa un agente de Los Parrala Boys. Saludó llevándose la mano a la visera y dijo unas palabras ininteligibles.

        —¿Se le ofrece algo, señor agente?

        —Sí, verá, usted es el detective ese...

        —Arthur White, investigador privado. En efecto.

        —Que dice el cabo que se acerque usted al retén.

        —¿El cabo? ¿Se refiere usted al señor Bibiano García?

        —Sí, que dice que vaya.

        —En este momento estoy celebrando un asunto aquí con mi ayudante. Dígale que en cuanto termine me acercaré gustoso hasta el Retén.

        —Que se ha escapado la monja esa, que dice que vaya.

        —¿Sor Bombilla se ha escapado?

        —Sí, esa. Han llamado otra vez a los Civiles y el concejal está que se sube por las paredes.

        —En ese caso —dijo el señor White mirándome—, suspenderemos esta celebración hasta próximo aviso —y luego le dijo al policía—: Usted delante, señor agente, lo sigo.

 

(CONTINUARÁ)