Caravaca Dowtown, 16

(novela negra y digital por entregas)

 

Por LUIS LEANTE

 

CAPÍTULO 16

 

 

Desde que se produjo la huida de Sor Bombilla, el Downtown había sido tomado por la policía. Nunca habíamos visto tantos Parralas en la calle: estaban por todas partes. Entraban en las tabernas, merodeaban por los comercios. Su presencia llegaba a ser agobiante para los chicos como yo. No podíamos jugar a al balón en ninguna parte, ni al frontón, ni montar en bicicleta por la calle Mayor.

        —Si esto se alarga mucho, pediré la nacionalidad en Moratalla y me iré a vivir allí —me llegó a decir Juan Carlos el de la Mari la Modista en un arranque de desesperación.

        El único sitio al que no se atrevían a entrar Los Parrala Boys era el callejón de Frías, el rincón más inhóspito y peligroso del Downtown: apenas una bombilla en la entrada del pasaje y otra a la salida. El resto en su interior era oscuridad y desolación. Un cartel tan antiguo como la City advertía: «Prohibido arrojar inmundicias bajo multa de dos pesetas». Sin embargo, nadie debía de saber lo que significaba la palabra “inmundicias”, pues durante décadas, tal vez siglos, el callejón llevaba siendo utilizado como basurero y depósito de cadáveres de gatos y perros de tamaño medio.

        El primer adulto que yo recuerdo haber visto en aquel lugar tan inhóspito fue al señor White. Una fría noche de enero, mientras los chicos del Downtown jugábamos entre el casquijo y los restos arqueológicos urbanos, una sombra surgió de la oscuridad y dijo:

        —Muchacho, ¿estás ahí?

        Nos quedamos paralizados por el miedo. Era la sombra de un cadáver que sin duda permanecía años enterrado entre los escombros del callejón de Frías, confundido con las almas en pena de gatos, perros y otras mascotas de pico y pluma. No podíamos escapar, porque aquel espectro o lo que fuera nos cortaba el paso.

        —Contesta, muchacho.

        —¿Eres el fantasma de Ceyt Abuceit? —preguntó Andrés el del Estanco.

        —¿Eres el fantasma del cura Pérez Chirinos? —pregunté yo, llevado por el entusiasmo de la tradición.

        —Pero qué coño estáis diciendo —gritó el espectro—. ¿Es que habéis estado esnifando farlopa?

        De repente la voz del fantasma me sonó igual que la de Arthur White, aunque un poco más nasal, como si estuviera resfriado.

        —Señor, White, ¿es usted?

        —¿Quién voy a ser si no?

        Mis amigos se habían quedado petrificados por el miedo y por el frío, a partes iguales.

        —¿Qué hace usted aquí?

        —Tu padre me dijo que solías venir a este lugar inmundo con tus amigotes. No sé cómo diablos podéis soportar este hedor.

        —Es el único lugar donde no entra la policía —respondió Miguel Ángel el del Perigallo.

        —¿Estáis escapando de la justicia?

        —No, pero Los Parrala Boys nos tienen manía y nos echan de todas partes —dijo Juan Carlos.

        —Y se quedan con el balón —añadía yo.

      —No sirven para otra cosa —dijo el señor White—. En el Bronx no habrían soportado ni una noche de guardia.

        —¿Conoce usted el Bronx? —preguntó Juan Carlos.

        —Como la palma de mi mano. Podría recorrerlo con los ojos vendados. Pero ahora no tengo tiempo de contar batallitas. He venido a hablar contigo, muchacho. Quiero que me des información sobre un tipo.

        —¿Información? ¿Yo?

        —Sí, esta tarde vino a mi oficina un tal coronel Santoni. Dice que luchó en la Guerra contra las hordas bárbaras. ¿Lo conoces?

        —Todo el mundo en el Downtown conoce a Santoni —respondí.

—¿Y quién coño es?

        —Un loco —dijo Juan Carlos.

        —Un millonario —añadió Miguel Ángel.

        —Un roñoso —continuó Andrés.

        —Un malafolla —gritamos los cuatro a la vez.

        —Caramba —dijo el detective—. Con ese currículum no sé cómo no nos hemos conocido antes.

        Resultaba difícil definir al coronel Santoni. Tenía una edad indefinida y había luchado en la Guerra en los dos bandos. Eso lo convertía en un ser incómodo para unos y otros. Unos decían que estaba loco y otros aseguraban que era un tipo muy listo. Nadie conocía el alcance de su fortuna, pero sin duda era un tipo muy rico. Santoni vivía en una vieja casa, cerca de la Placeta del Santo. Desde 1947 nadie había entrado allí, excepto los distintos perros que lo acompañaban en su paseo por las calles del Downtown. Rara vez se dejaba ver por la Prolongación de la City, excepto para ir al banco a sacar dinero.

        El coronel Santoni era un tipo inofensivo y por eso la gente no se metía con él. A pesar de su fortuna, vivía míseramente. Llevaba el mismo traje desde que el obispo de la diócesis de Cartagena vino a la City en 1942, para concelebrar una misa solemne el 3 de mayo. La tacañería del coronel Santoni era conocida en toda la City. Jamás nadie lo vio entrar en un bar ni gastar dinero en nada que no fuera de primera necesidad. Incluso en esos casos era capaz de regatear el precio de un peine o una cuchilla de afeitar.

        Aquella tarde el coronel Santoni se había presentado en la oficina del detective. Según le dijo tenía mucho interés en contratar sus servicios. Lo invitó a cenar a casa, y el señor White no tuvo más remedio que aceptar. Su aspecto de hidalgo arruinado y su retórica de otras épocas le aconsejaron comportarse con prudencia. Lo que hizo mi jefe fue seguirle la corriente, aunque no tenía intención de cenar con él. Ni siquiera prestó atención a las indicaciones que el señor Santoni le dio para llegar a su casa.

        —Entonces, ¿ese tipo es coronel o no es coronel?

        —Me temo que eso es un misterio —le respondí a mi jefe—. Pero por si acaso, nadie se atreve retirarle los galones.

        —Interesante. Entonces no puedo faltar a esa cita. Vamos, muchacho, quiero que me acompañes.

        —¿Yo? No sé si mis padres me dejarán.

     —Yo me encargo de eso. Muéstrame el camino hacia la casa de ese coronel Santoni. Estoy deseando saber más cosas de él.

 

 

(CONTINUARÁ)