Caravaca Dowtown, 17

(novela negra y digital por entregas)

 

Por LUIS LEANTE

 

CAPÍTULO 17

 

El coronel Santoni nos recibió con ropa de calle y un batín de guata de los que se vendían en la tienda de El Tío Amarillo. Por debajo asomaban la corbata y las solapas de su único traje desde 1942: un traje milrayas, cruzado, muy parecido al que llevaba Sam Spade (Humphrey Bogart) en El Halcón Maltés.

        —He venido acompañado, coronel. Mi ayudante es como mi mano derecha. Sin él no habría sido capaz de encontrar su mansión.

        La mansión de la que hablaba el señor White no era sino una casa vieja que por fuera amenazaba ruina, aunque debo reconocer que el interior no estaba del todo mal. Aquello podía servir como escenario para una película de Hitchcok.

        —Adelante, caballeros, adelante. Siéntanse ustedes como en su casa.

        Entramos en un salón grande, adornado con bodegones y retratos de varias generaciones de Santonis. Aquello parecía un museo de antiguallas. Pesadas cortinas ocultaban los vanos de las ventanas. Una lámpara de araña enorme presidía el centro de la estancia. Al fondo, el crepitar del fuego en la chimenea aliviaba un poco el frío helador de toda la casa. Durante todo el tiempo un perro tan viejo como su amo seguía los pasos del coronel como si fuera parte de su sombra. Santoni nos invitó a sentarnos a la mesa.

—La cena estará lista enseguida —nos dijo—. Tendrá que disculpar la precariedad, pero hace años que tuve que despedir al servicio porque empezaron a desaparecer cosas de valor. Usted ya me entiende.

El señor White y yo permanecimos a solas durante un cuarto de hora, mientras el coronel preparaba la cena. Nos mirábamos sin atrevernos a hablar. Yo tenía la sensación de que el coronel nos vigilaba desde la habitación contigua, a través de algún agujerito. Era posible, incluso, que los cuadros vieran y oyeran, a juzgar por las oquedades que me pareció descubrir en las cuencas de los ojos de los retratos. De un aparador sacó unos platos de porcelana que debieron de utilizarse por última vez cuando las tropas de Napoleón pasaron en retirada desde Andalucía. Apartamos con disimulo las telarañas mientras Santoni soplaba para quitar el polvo a unas copas talladas a mano, según nos explicó su propietario.

Yo no probé el vino, pero a juzgar por el gesto del señor White debía de estar agriado.

—Excelente vino —mintió mi jefe, mientras hacía esfuerzos para no atragantarse.

—Está en las bodegas de mi familia desde 1232.

—Extraordinaria cosecha la de ese año, si la memoria no me traiciona.

La cena consistió en una plato de sopa de sobre, marca Starlux, y mendrugos rancios a modo de tropezones. Como postre, el coronel Santoni nos ofreció un membrillo a cada uno, excesivamente maduro, en mi opinión. Él aseguró que no solía tomar postre, porque no le gustaba cenar en abundancia antes de ir a la cama. Sin embargo, a mí me pareció que lo hizo porque solo tenía dos membrillos.

¿Le apetece un licor digestivo? —preguntó el coronel Santoni cuando vio que los membrillos habían desaparecido del plato.

—Mucho, coronel, me apetece mucho. Pero creo que antes deberíamos hablar de lo que me ha traído hasta aquí.

Santoni asintió con la cabeza y acarició las orejas del chucho que dormitaba a sus pies. Luego miró al fuego con gesto melancólico. Creo que suspiró.

—Esta noche hace mucho frío —dijo el coronel—. Parece como si la leña no calentara.

El detective hizo un gesto de impaciencia que Santoni captó enseguida.

—Verá usted, señor White. Me resulta difícil y doloroso hablarle de este asunto. Pero si le he hecho venir a mi casa es porque quiero contratar sus servicios.

—Eso es lo que me pareció entender.

—Usted es un hombre de mundo: ha viajado mucho, ha trabajado en infinidad de ciudades, conoció a Al Capone en su lecho de muerte: una bañera, si no me han informado mal...

Al oír aquella afirmación, el señor White me miró con el rabillo del ojo. Era evidente que esa información había salido de mí. Pero yo la había contado de manera confidencial en el recreo de la escuela, a mis amigos del Downtown. No podía explicarme cómo semejante información había llegado hasta los oídos del coronel Santoni.

—Ya veo que las noticias vuelan —dijo mi jefe mirándome con un gesto de reprobación.

—Sí, sí, amigo mío. En nuestra pequeña comunidad se sabe todo, como habrá tenido oportunidad de comprobar.

Yo le hacía gestos al señor White para que no pensara que iba revelando su pasado por ahí sin ton ni son.

—Está bien. Será mejor que nos olvidemos de mi pasado y nos centremos en lo que interesa. ¿No le parece?

—Como usted prefiera.

El coronel Santoni se puso en pie, sacó del aparador una botella de orujo, retiró algunas telarañas y sirvió apenas unas gotas en tres vasitos del tamaño de un dedal. Con la mirada perdida, ausente, el coronel comenzó a narrar algunos acontecimientos de su juventud.

A los veintidós años, a la vuelta del servicio militar, el coronel Santoni, que aún no era más que soldado raso, decidió casarse con la mujer a la que amaba, la señorita Severina Arteaga, una modistilla que vivía en la Plaza del Hoyo, a un tiro de piedra de la mansión de los Santoni. Pero la noticia fue mal recibida por el viejo Santoni, que se dedicaba a la importación y exportación de productos pecuarios con otras localidades de la Comarca del Noroeste, es decir, era tratante de ganado. El clan de los Santoni se negó a aceptar a una simple modistilla para renovar la sangre de un apellido ilustre que tenía su origen en el noble Mohamed Santoni —escudero del rey Ceyt Abuceit—, que en el siglo XIII se convirtió, como su señor, al cristianismo y pasó a llamarse Perico Santoni alias el Roñoso.

Para el joven Santoni aquel rechazo familiar supuso un duró revés. Su padre le dio a elegir entre la modistilla y su estirpe: la estirpe Santoni. Incluso lo amenazó con desheredarlo si se casaba con ella. Después de muchas dudas, el joven Santoni renunció al matrimonio con Severina. La ruptura de los dos enamorados fue traumática y dolorosa. Lloraron ambos lágrimas de cocodrilo durante semanas, meses. Luego el joven Santoni se marchó a la guerra, cambio dos veces de bando y regresó coronel y laureado. Aunque estaba decidido a retomar su relación con Severina, el asunto se complicó. Primero tuvo que cuidar de sus padres, ancianos e impedidos. Luego estuvo a cargo de su hermana soltera, que aunque había entrado como novicia en un convento se enamoró de un sacristán viudo y sufrió una crisis de fe que la obligó a renunciar a sus votos antes de pronunciarlos. El sacristán le salió rana y se marchó a vivir a Cehegín con una vendedora de fruta de Topares (Almería) que venía al mercado de la City los lunes.

Cuando la hermana del coronel murió, Santoni tenía ya sesenta años y hacía más de veinte que Severina se había casado con otro y se había marchado a vivir a Barcelona.

—Me deja usted de una pieza, coronel.

—Entiendo su perplejidad, amigo mío. ¿Otra copita?

—No gracias. En realidad, no sé muy bien cuál es mi papel en todo esto. ¿Quiere que encuentre a la señora Severina Arteaga?

—No exactamente. Ella volvió a la ciudad hace dos o tres años. Lo cierto es que vive muy cerca de aquí. Yo me crucé con ella en una ocasión por la calle y ni siquiera levantó la cabeza para saludarme. Y no crea que se lo reprocho. Yo en su lugar habría hecho lo mismo.

—¿Entonces...?

—Quiero que averigüe todo sobre ella. Quiero saber qué ha sido de su vida en todos estos años: si tiene hijos, si ha sido feliz, si es viuda como yo sospecho...

—Entiendo, coronel, entiendo. Pero en este momento tengo mucho trabajo: debo encontrar a una delincuente muy peligrosa conocida como Sor Bombilla. Y no cuento más que con este ayudante —dijo señalándome a mí—, que no tiene licencia de investigador privado aún.

—Lo sé, amigo mío. Estoy al tanto de todo. Si he recurrido a usted es porque estoy desesperado. Me hago viejo y no quiero irme al otro mundo sin resolver tantas dudas que me han impedido dormir en los últimos años.

—Me hago cargo, pero...

—Le pagaré bien. Como usted sabrá, soy una persona de posibles.

—Algo he oído, sí.

—Le daré un anticipo.

Mi jefe enarcó una ceja y luego la otra.

—¿De cuánto dinero estaríamos hablando?

—Elija usted uno de estos cuadros, el que más le guste. Son de un valor incalculable. Y cada día valen más. El resto se lo pagaré en efectivo en cuanto abran el banco.

—Déjeme pensarlo un par de días.

El coronel Santoni se levantó y descolgó un cuadro de la pared. Hasta ese momento yo habría dicho que era una reproducción del retrato de Nicolás de Omazur, de Murillo. Pero el coronel Santoni me sacó enseguida de la duda.

—Es mi tatarabuelo, don Segismundo Santoni, el tratante de ganado más importante la comarca. El marco en sí mismo ya vale una fortuna.

Arthur White miró horrorizado aquella pintura. Según me confesó más tarde, la calavera que sostenía el antepasado de Santoni entre las manos le ponía los pelos de punta. En la pared quedó un cerco blanco y una tupida tela de araña que la unía con el cuadro. El perro levantó las orejas, ladró y una nube de polvo que se desprendió del cuadro dejó el salón entre tinieblas.

—Yo mismo mandaré que lo lleven a su oficina y que se lo cuelguen donde usted prefiera.

 

 

(CONTINUARÁ)