Caravaca Dowtown, 18

(novela negra y digital por entregas)

 

Por LUIS LEANTE

 

CAPÍTULO 18

 

El coronel Santoni cumplió su palabra y a la mañana siguiente el cuadro de Segismundo Santoni colgaba en un lugar destacado de la oficina de Arthur White. A mí aquel retrato de hombre con calavera en la mano me seguía recordando mucho a Nicolás de Omazor, de Murillo.

        Me entretuve contemplando el cuadro y el marco aparatoso que lo contenía. Las telarañas habían desaparecido. Estaba tan absorto en la «obra de arte» que no reparé en que el señor White se había comprado un sombrero.

        —Bonito sombrero, jefe —le dije cuando me percaté de la novedad—. Le sienta muy bien.

        En ese momento me di cuenta de que el detective no tenía buena cara: estaba muy desmejorado respecto a la noche anterior.

        —¿Se encuentra bien, jefe?

        El señor White se quitó el sombrero y dejó a la vista un aparatoso vendaje que le rodeaba la cabeza.

        —He estado mejor otra veces —me dijo lacónico.

        La visión del vendaje me impresionó. Pensé que se trataba de un accidente doméstico. ¿Habría rodado por las escaleras que llevaban al sótano? Se lo pregunté.

        —Nada de eso, muchacho. Anoche intentaron matarme.

        El relato de los hechos que hizo a continuación me heló la sangre.

        Después de marcharnos de la casa del coronel Santoni, y a pesar de frío y la niebla, el detective insistió en realizar su ronda por las tabernas del Downtown. Por mucho que lo intentaba, aquel vicio era superior a su voluntad.

        Estuvo en los sitios de siempre: bar Mata, El Progreso, Molowny, Bodegón de Isidoro... Cuando empezó a sentir las ideas y la lengua espesa, decidió regresar a casa. Durante todo el tiempo tuvo la desagradable sensación de que alguien lo seguía.

        —No le di importancia —me confesó—. A veces me ocurren estas cosas por deformación profesional, ya me entiendes.

        Pero la sensación en este caso fue más fuerte que en otras ocasiones. Le pareció incluso oír pasos a su espalda. Sin embargo, la noche estaba muy cerrada, había niebla y las bombillas del Downtown apenas iluminaban los dos palmos de tierra que tenían debajo.

        De repente, el detective oyó claramente unos pasos y una voz que lo llamaba por su nombre. «¿Quién anda ahí», preguntó sin separar la espalda de la pared. Había dejado la Smith & Wessom sobre la cama turca, porque pensó que en casa del coronel Santoni no la necesitaría. El silencio era absoluto. Apenas le quedaban cuarenta metros para alcanzar la puerta de la oficina. No tenía más que echar una carrera, levantar la persiana, abrir con la llave y ya estaría a salvo.

        En vez de correr, caminó lo más deprisa que pudo. Las piernas no le respondían por culpa del vino y del frío. Más por lo primero que por lo segundo, supuse. Cuando estaba apenas a unos metros, se detuvo para sacar la llave y en ese momento sintió que toda la calle Mayor se quedaba a oscuras.

        Arthur White se despertó tiempo después con un amargo sabor en la boca. Le dolía mucho la cabeza. Se llevó una mano a la nuca y la retiró empapada en un líquido viscoso. En seguida supo que estaba sangrando. No podía precisar cuánto tiempo había estado inconsciente. Se acercó a rastras hasta la oficina y con mucho esfuerzo consiguió entrar. En cuanto se hizo de día se acercó a la casa de Socorro, en la calle Arco, esquina con Pilar. Allí le dieron varios puntos y le aplicaron aquel aparatoso vendaje.

      —El practicante me dijo que había tenido mucha suerte, porque si me hubiera quedado dormido más tiempo podría haber muerto por el frío.

      Después del relato del señor White, se produjo un silencio que duró mucho tiempo. Nos miramos a través de la luz del flexo. Finalmente me atreví a decir:

        —Está claro que alguien quiere matarlo, jefe.

        —Eso parece.

        —Pero ¿quién?

        —En estos momentos no tengo fuerzas ni ánimos para averiguarlo.

        —Tal vez se trate de Sor Bombilla, que ha vuelto para vengarse de usted.

        —Podría ser, pero no lo creo.

        —¿Por qué? Usted la engañó con un trato falso. Ahora está libre y rabiosa. Es una verdadera amenaza.

        —Mira, muchacho, si algo he aprendido jugándome la vida en los bajos fondos de San Francisco y Nueva York, es a saber cómo reaccionará la gente en situaciones límite. Mi vida depende de eso. Sor Bombilla estará a estas horas a muchos kilómetros de aquí. Quizá no le tenga miedo a esos Parrala Boys, porque son unos aficionados, pero sabe que yo soy un auténtico profesional y no querrá tentar a la suerte dos veces.

        La afirmación de mi jefe me pareció más que razonable. Ahora lo que me preocupaba era su estado.

        —¿Le duele?

        —Sí, para qué voy a engañarte.

        —Mi padre vende optalidones.

        —Ya me he tomado una docena, acompañados de un litro de El Tío de la Bota.

        —Eso es una bomba.

       —Lo sé. Por eso ahora tengo la cabeza como si me hubiera montado en la montaña rusa que hay cerca del lago Michigan, en Chicago. Estuve allí de vacaciones con mi exesposa en 1971. Es una experiencia difícil de superar.

        —Excepto que le intenten abrir a uno la cabeza en mitad de la noche con la culata de un Colt.

        —¿Y tú cómo puedes afirmar que fue con la culata de un Colt?

        —No hay que tener la licencia de investigador privado para saberlo. Es suficiente con haber visto El sueño eterno, ya sabe, Marlowe. ¿No le parece?

        —Sí, es posible que tengas razón, pero yo diría más bien que me golpearon con una llave inglesa.

        El señor White se llevó la mano al vendaje e hizo un gesto de dolor.

        —Debería echar un trago para calmar estos pinchazos, pero tengo mucho trabajo hoy.

        —¿Va usted a empezar con el caso del coronel Sartori?

        —Más bien voy a terminar con el caso del coronel Sartori —dijo el detective—. Voy a entregarle un informe con todo lo que quiere saber sobre la señora Severina Comosellame.

        —Arteaga —le apunté.

        —Eso, Arteaga.

        —¿Ya ha averiguado todo lo que quería el coronel?

        —¿Averiguar?, ¿qué voy a averiguar yo? Llevo todo el día aquí encerrado, con un dolor de cabeza que no me deja pensar. No estoy para echarme a la calle a buscar a nadie y hacerle preguntas.

        —¿Entonces...?

        —En estos casos lo que se hace es contarle al cliente lo que quiere oír. Lo contrario sería hacerle un daño innecesario. Le rompería el corazón si supiera la verdad.

        —¿Cómo puede saberlo?

        —Porque la vida es muy perra, muchacho, y no hay mujeres que se pasen toda la vida añorando al novio que las abandonó en el altar, soñando con él por la noche, escribiéndole cartas de amor que nunca le envía.

De nuevo la lógica del señor White me pareció aplastante. Para un aspirante a escritor de novelas negras y criminales, aquella era la mejor escuela. Intenté empaparme de todo lo que el detective decía.

—Necesito tu ayuda, muchacho. Mientras no tenga una secretaria, tendrás que echarme una mano. Ya sé que a ti lo que te gusta es el trabajo de calle, pero voy a poner un anuncio en el periódico y en pocos días esta oficina estará llenas de aspirantes a secretaria, ya verás.

        —Dígame lo que necesita y lo haré.

        —Quiero que me ayudes a redactar ese informe. Si fuera en inglés lo haría en un plis plás, pero la jodida lengua de Cervantes se me resiste.

        —Yo le ayudaré.

        —Entonces toma nota de lo que voy a decirte y luego lo pasas a máquina en esa Lambretta que te echaron los Reyes.

        —Olivetti.

        —¿Cómo dices?

        —Que no es Lambretta, sino Olivetti.

        —Olivetti, Lambretta, qué más da. Todas sirven para lo mismo.

 

 

(CONTINUARÁ)