
(novela negra y digital por entregas)
Por LUIS LEANTE
CAPÍTULO 1
Como algunos sospechábamos, Arthur White no se llamaba Arthur White, sino Arturo Blanco. Pero eso lo supimos mucho tiempo después, cuando el señor White formaba ya parte de nuestra comunidad y casi nadie lo consideraba forastero.
Arthur White o Arturo Blanco, como cada uno prefiera, fue el primer detective privado que conocí en mi vida. En realidad debería decir que es el único detective al que he conocido. Nadie sabe por qué el señor White aterrizó en Caravaca Downtown a mediados de los años setenta, concretamente el mismo día en que un señor de aspecto sombrío y voz de vicetiple con vegetaciones pronunciaba en televisión una frase que terminaría haciéndose célebre: «Españoles, Franco ha muerto».
Me acuerdo bien de ese día no tanto por la frasecita como por el hecho de que no hubo escuela, ni ese día ni en toda una semana. Habíamos pasado la mañana jugando al baloncesto en un club deportivo que se llamaba La Loma, en las afueras de la City. Para los chicos del Downtown como yo, aquello era lo más parecido Beverly Hills.
A mediodía volvimos a casa derrotados por el cansancio y por el resultado del partido, a partes iguales. Entonces, al pasar frente a la antigua tienda de Comestibles de Morenilla, en el 19 de la calle Mayor, vi una placa de metal fija a la pared con tornillos. Estaba seguro de que por la mañana no estaba allí. «ARTHUR WHITE. INVESTIGADOR PRIVADO». ¿Qué significaba aquello? ¿Era una broma o realmente teníamos un investigador privado en el Downtown? ¿Cómo sería un investigador privado? Demasiadas preguntas y ninguna respuesta por el momento. Pero las incógnitas comenzaron a despejarse pronto.
Arthur White era una hombre enjuto y alto, con una enorme nariz acabada en bola que le daba el aspecto de perro sabueso. Guardaba un gran parecido con los funcionarios de la prisión de Alcatraz, o viceversa. Tenía alrededor de cincuenta años y el aspecto del perro viejo que se las sabe todas. Según supusimos más tarde —insistiré en lo de «suponer»—, había nacido en un barrio del viejo San Francisco, el de USA, no el de Caravaca. Sin embargo, nadie pareció extrañarse de que no conservara el acento norteamericano. Al contrario, su forma de hablar era una mezcla del murciano de Lorca y el de Torre Pacheco, es decir, hablaba como nosotros. Arthur White había sido jefe de la policía de San Francisco, USA, hasta que una bala le atravesó el pulmón, salió limpiamente por la espalda, entre las costillas octava y novena, y lo dejó hecho una piltrafa durante dos años y seis meses. Luego, cuando se recuperó, consiguió una licencia de investigador privado en Philadelphia, Estado de Pensilvania (allí resultaban más baratas y hacían menos preguntas sobre el pasado de uno), y recorrió su país resolviendo casos de distinta índole: infidelidades, desfalcos, apropiaciones indebidas y empadronamientos falsos para conseguir la beca del comedor de los hijos. Arthur White nunca nos contó nada de esto. Sin embargo, en Caravaca Downtown todos conocíamos su historia, o la suponíamos. Ahora me pregunto quién se la inventó. Nadie supo precisar con certeza por qué el señor White vino a dar con sus huesos precisamente en nuestra City. Quizá para eso habría hecho falta mucha más imaginación que para crearle una biografía. El propio Arthur White tampoco ayudaba mucho a que conociéramos su pasado, y cada vez que abordaba ese tema daba datos vagos y siempre contradictorios. Es por eso por lo que muy pronto dejamos de hacernos preguntas.
La presencia del señor White fue aceptada con normalidad por la mayoría de los residentes del Downtown. Lejos quedaban los tiempos en los que la llegada de un extranjero suponía una verdadera revolución. La mayoría aún teníamos en la memoria la llegada de un viajero japonés que se paseó varios días por las calles de la City. Ocurrió cuatro años antes. De repente apareció en la Placeta del Santo, con una libreta de dibujo y un carboncillo. Estuvo pintando la ermita de San Sebastián, donde dormían los gigantes y cabezudos que se utilizaban en las fiestas anuales de la City y donde ensayaba la banda municipal de música. Cuando el visitante nipón terminó su dibujo, un centenar de chiquillos del Downtown seguíamos sus pasos como si fuera el flautista de Hamelin, por todo el Downtown hasta los límites de la Prolongación, hipnotizados por sus maneras suaves y su incomprensible forma de hablar. Dos años antes había llegado a la City el primer extranjero que yo recuerdo. Era francés y venía con un espectacular Citroën Tiburón negro, que aparcó en la puerta del Ayuntamiento un domingo a las 11 menos veinte minutos de la mañana. La media docena de socios que había en ese momento en el Círculo Mercantil se asomó a la puerta y a los balcones al ver que del coche bajaba un hombre en pantalón corto. No recuerdo quién dio la voz de alarma, pero fue una voz rota, como de cazalla. Aquella fue la primera vez que le vi a un hombre las piernas en plena calle. Y debo confesar que me impresionó semejante visión. Inmediatamente un agente de la policía local recorrió los escasos doce metros que había entre el Retén policial y el franchute, y le echó una bronca oficial por escándalo público, según el artículo 12 bis de las Ordenanzas Municipales, aprobadas en el reinado de Carlos III, o algo así. El franchute no pareció entender nada, pero ante los gestos agresivos de aquel rottweiler con porra y gorra de plato decidió meterse en el coche y hacer mutis por el foro.
Sin embargo, con Arthur White no ocurrió nada de eso. Al contrario, los vecinos del Downtown fueron muy amables con él. Al menos al principio. Y mientras el señor White no empezó a meter sus narizotas de sabueso en todas partes, me atrevería a decir que gozó de las simpatías de casi todos nosotros.
(CONTINUARÁ)