
(novela negra y digital por entregas)
Por LUIS LEANTE
CAPÍTULO 2
Arthur White vestía como un dandy trasnochado. Siempre llevaba el mismo traje, aunque cada tres días se cambiaba la camisa y cada dos la corbata. En realidad tenía solo dos corbatas, una azul y otra roja, que iba alternando. Lo que sí cambiaba a diario era el pañuelo cuyas puntitas, perfectamente alineadas, asomaban por el bolsillo exterior de su americana gris marengo. El señor White aseguraba que un caballero, un auténtico caballero, no podía repetir dos días el mismo pañuelo. Yo ignoraba si se trataba de una norma escrita en algún manual o si únicamente era una costumbre entre los detectives privados.
Desde su llegada al Downtown estuve observando los movimientos del señor White con mucho interés y curiosidad. Por aquella época yo quería ser escritor de novelas. Había probado suerte con las del Far West, pero tiré la toalla pronto porque mi desconocimiento de la geografía de Texas, Alabama y Nevada era casi absoluto. Me gustaba Zane Grey. Pero yo no era capaz de escribir como él. Intenté colocar los poblados del Oeste en la City de Cehegín, las reservas indias en Bullas y el puesto avanzado de exploradores en la City de Moratalla. Pero aquello no me terminaba de convencer. Sonaba como impostado. Entonces me pasé a la novela negra y criminal, aunque también tuve mis más y mis menos con los escenarios. Me leí todo lo que pude encontrar en la biblioteca: Raymond Chandler, Wilkie Collins, George Simenon, Dashiel Hammet. Pero en tres días observando al señor White aprendí más que en tres meses encerrado en la Biblioteca Municipal, un local sórdido y húmedo en la planta baja del Ayuntamiento, que invitaba muy poco a la lectura.
Averigüé enseguida que el señor White era un detective de costumbres fijas. Siempre seguía la misma rutina: se levantaba muy tarde, desayunaba en su oficina y nunca salía de allí antes del mediodía. Almorzaba en el Mesón Los Faroles, en Sor Evarista esquina con Mayor. Desde el primer día el detective fue un cliente habitual. El señor Miguel, dueño de Los Faroles, y Arthur White hicieron buenas migas desde el principio. Cada día a las dos en punto, el detective cerraba su oficina, ponía el cartel de «VUELVO ENSEGIDA» [sic] y recorría los escasos cien metros que lo separaban del Mesón. Se sentaba siempre en el mismo sitio: una esquina del pequeño comedor que había al fondo del local, separado del bar por una puerta. El señor White era muy aficionado a los cocidos y potajes con enjundia. Siempre tenía, sobre el hule a cuadros marrones y rojos algo descoloridos, una botella de vino El Tío de la Bota, tapón de plástico verde y un señor con cachirulo que bebía en bota en la etiqueta de la botella. Al final de la comida apenas quedaba un dedo o dos de vino en la botella, y los platos estaban repelados como si el señor White le hubiera declarado la guerra a los gatos del señor Miguel y no quisiera que disfrutaran de sus sobras. Ni siquiera dejaba migas sobre el hule. Yo me colaba en el mesón con cualquier excusa y me agazapaba en las sombras de los arcos sombríos de aquel semisótano, para observar al detective sin que me viera. Después de comer, Arthur White entraba en una especie de letargo etílico y se quedaba mirando fijamente a la pared. A veces daba pequeñas cabezadas hasta que el señor Miguel le traía la cuenta escrita con lápiz en un papel y le servía una copa de Soberano sin que el detective la pidiera. El resto de la tarde la pasaba en su oficina, dormitando hasta que oscurecía y cerraba el local.
Durante mucho tiempo nadie más que el señor White pisó aquel lugar que en otro tiempo fue una tienda de comestibles a la que yo solía ir a comprar queso y atún a granel. A mí me correspondió el honor de ser el primer vecino del Downtown que puso los pies en aquel local desde que Arthur White lo alquiló, a finales de 1975.
Ocurrió una mañana en que yo rondaba la oficina del detective. El señor White salió a la puerta y miró a un lado y otro de la calle.
—Oye, chico, acércate —me dijo con un acento nada norteamericano—. ¿Quieres traerme un paquete de tabaco?
Le dije que sí con un gesto y él me hizo señales para que me acercara.
—Bisonte sin boquilla —me dijo, y luego me preguntó—: ¿Tienes dinero?
Negué, de nuevo con un gesto, y él sacó de su bolsillo una moneda de veinticinco pesetas.
—Si no te llega, dices en el estanco que te lo apunten, que la semana que viene me paso y le pago lo que tenemos pendiente.
Ese día entré por primera vez en la oficina del detective para darle el tabaco. Y lo que vi allí me impresionó.
Arthur White estaba leyendo un ejemplar de La Hoja del Lunes del año anterior. Cogió el paquete de Bisonte, encendió un cigarrillo y me preguntó si fumaba. Le dije que no.
—Haces bien, muchacho. A tu edad todavía estás creciendo.
Yo siempre pensé que los detectives únicamente fumaban Winston. Es más, suponía que sería Winston de contrabando, como el que vendían en el Quiosco de Piedra de la Glorieta, en las afueras de la City. La única persona a la que conocía que fumara Bisonte era el señor Boti, mi vecino. El señor Boti era fotógrafo y tenía los dedos amarillos, aunque nunca supe si era de los líquidos del revelado o de la nicotina del tabaco sin boquilla. Por alguna razón que ahora me cuesta trabajo entender, hasta ese día yo siempre había pensado que ese tabaco no lo fumaban más que los fotógrafos. Evidentemente estaba equivocado.
(CONTINUARÁ)