Caravaca Dowtown, 19

(novela negra y digital por entregas)

 

Por LUIS LEANTE

 

CAPÍTULO 19

 

 

«Severina Arteaga, nacida en Caravaca de la Cruz en 1906 y vecina de la misma...»

        Así comenzaba el informe que Arthur White me encargó para entregárselo al coronel Santoni. Aquello era mucho más complicado que escribir novelas policíacas y criminales. Demasiada responsabilidad para un novato como yo. Se lo dije a mi jefe, pero él le quitó importancia.

        —No te preocupes, esto para ti será coser y cantar.

        —Pero es que no sé qué escribir.

        —Pues vas a escribir lo que al coronel Santoni le gustaría oír. Ya te lo he explicado

        —¿Aunque sea mentira?

        —¡Mentira! Qué palabra más fea. ¿Qué es mentira? ¿Qué es verdad? Todo es relativo. ¿De quién es esa frase? Bueno, es igual. Veamos, toma nota. Escribe: «Habiendo tomado contacto con la susodicha persona mencionada... Y habiéndole sido preguntada su opinión, si la tenía formada, sobre el demandante coronel Santoni... La susodicha persona mencionada respondió que todavía lo amaba, que a pesar de los años transcurridos guardaba un recuerdo entrañable del señor Santoni, coronel para más señas...»

        Mi jefe se quedó en silencio, como si buscara entre las telarañas del techo las palabras que no le venían a la cabeza.

        —Jodido idioma este. Me falta vocabulario. Si pudiera redactarlo en inglés. Además, eso lo revalorizaría y subiría el caché.

        —Esto es un galimatías, jefe. «La susodicha persona mencionada» es una redundancia.

        —¿Una qué dices?

        —Una repetición innecesaria que no aporta información nueva al significado de la frase.

        —Caramba, chico, ¿cómo puedes saber eso a tu edad?

        —Viene en el libro de Lengua.

        Arthur White se acercó a la mesa y miró la cuartilla que yo había colocado en el carro de mi Olivetti Pluma 22 amarilla. Le había contado a mis padres que me llevaba la máquina al Estanco de Andrés para hacer un trabajo que nos habían mandado en la escuela sobre las ventajas del aceite de oliva frente a la mantequilla y derivados. Y coló.

        —Yo voy a tener que ausentarme un rato, muchacho. El exceso de trabajo me ha subido la tensión arterial. Quizá con una copita de coñac consiga templarme un poco.

        —Jefe, me prometió que no volvería a beber hasta que esa herida cicatrizara del todo.

        Arthur White se llevó la mano a la cabeza.

        —Tienes razón. En ese caso iré a la Casa de Socorro a que me quiten el vendaje. Y de paso trataré de inspirarme.

        —Entonces ¿dejamos el informe para otro día?

        —No, no, ni mucho menos. Tú eres un escritor de talento. Ve empezando y luego yo le echo un vistazo. Así es como yo trabajaba en Nueva York. En cuanto tengamos una secretaria, tú y yo podremos dedicarnos al trabajo de calle.

        —¿Y qué cuento en el informe?

        —Tienes que decir que me he entrevistado con la señora Arteaga y que después de muchas preguntas he llegado a la conclusión de que la susodicha señora mencionada sigue enamorada del coronel Santoni. Escribe también que en los años que pasó en Barcelona no dejó ni una noche de soñar con él. Pon que su amor hacia el coronel ha sido el gran secreto de su vida y que nunca ha perdido la esperanza de encontrarse con él y... Bueno, tú ya me entiendes. Escribe todo eso y lo adornas con alguna frasecita de esas que apuntas en tu libreta. Un poco de intuición por aquí, un poco de fantasía por allí y mucho de lenguaje policial por todas partes; incluso con faltas de ortografía, para que parezca más policial. ¿Serás capaz de hacerlo?

        —Descuide, jefe, yo me encargo de todo.

        Me pasé la mañana del sábado tecleando, pero no conseguía encontrar las palabras exactas. Todo lo que me salía resultaba demasiado literario. Por otra parte, me parecía una estafa mentirle al coronel con aquella historia inventada. Lo más probable era que doña Severina se hubiera olvidado del señor Santoni hacía años.

        En estas disquisiciones estaba, cuando llamaron a la puerta de la oficina. Una silueta de mujer se insinuó tras el cristal esmerilado.

        —Adelante —dije con voz de ayudante de detective—. La puerta está abierta.

        Entonces apareció en el umbral una mujer que yo no había visto nunca: entre veinte y cincuenta años aproximadamente, piel bronceada, pelo largo en melena escalonada, castaño oscuro, enormes pestañas y un abrigo abierto bajo el que se veía una falda poco apropiada para la mañana de frío que había amanecido en el Downtown. Llevaba una vieja maleta de madera que desentonaba con su elegancia.

        —Buenos días —dijo con un tono de empleada de centralita telefónica—. ¿Es usted don Arthur White, investigador privado?

        Tardé un rato en responder, el tiempo necesario para observar los detalles de aquella mujer que parecía haber surgido de una nube de vapor de las que expulsa cada cierto tiempo el metro de Nueva York. Llevaba los labios pintados de un rojo intenso y unas pestañas que por su tamaño imposible, indudablemente, eran postizas. Largas uñas de porcelana de un blanco roto, collar de perlas y reloj de oro o sucedáneo. Los zapatos de tacón eran tan altos como el andamio que Los Mochuelos, albañiles de toda la vida, habían montado en la calle Colegio para reparar una fachada.

        —No, no soy Arthur White —respondí después de estudiarla detenidamente—. Soy su ayudante.

        La mujer avanzó hasta la mesa como si estuviera caminando sobre la pasarela de moda de Míchigan. Debo reconocer que tenía clase. Me extendió la mano y yo se la apreté.

        —Encantada. Me llamo Mireia Millán, pero puedes llamarme Mi-mí.

        Intenté superar el aturdimiento, aunque no resultó fácil. Mimí me miró durante unos segundos y luego empezó a observar la oficina, como si tuviera la intención de comprarla. Se detuvo en el cuadro de Segismundo Santoni e hizo un gesto de horror.

        —El señor White ha salido. Si quiere usted dejarme algún recado, yo se lo daré cuando regrese.

        —He venido por lo del puesto.

        —¿Qué puesto?

        —El puesto de secretaria. He leído el anuncio en el periódico y precisamente ayer quebró la empresa en la que trabajaba.

        —No sabía que el señor White hubiera puesto ya el anuncio. Es decir, ayer me dijo que tenía pensado ponerlo, pero yo creía que esto iba más lento...

        —Pues ya ves que no. ¿Tardará mucho en venir tu jefe?

        —Es probable que no regrese hasta el lunes —le dije con una irritación que no podía disimular.

        No sabría decir por qué, pero la presencia de aquella intrusa en la oficina me molestaba: me molestaba mucho.

        —¿Y tú no podrías avisarle de que estoy aquí?

        —¡No! —dije de forma tajante, y luego suavicé el tono—: No sé dónde está. Además, está ocupado en un caso muy complicado y no le gusta que nadie lo interrumpa. Es un hombre muy severo y muy exigente, ¿sabe usted?

        —Ah, no sabía.

        —Pues sí. Hace trabajar a sus empleados veinte horas al día.

        —¿Tanto? ¿Y cuándo duermen?

        —En las otras cuatro horas.

        —Eso me vendrá bien porque yo padezco insomnio. Si supieras lo largas que se me hacen las noches... —dijo con un tono que me pareció impostado—. ¿Y el sueldo? ¿Paga bien el señor detective?

        —Fatal —dije, e inmediatamente comencé a hablar en voz baja, como si temiera que alguien nos escuchara—. Imagínese que yo estoy trabajando aquí desde diciembre y no he visto ni una peseta. Además, me trata muy mal.

        —Me parece que tu jefe necesita a alguien que le baje los humos.

        —Imposible... Quiero decir que ya ha tenido infinidad de secretarias y todas se marcharon antes de cumplir la primera semana.

        —Interesante.

        En ese momento se abrió la puerta y apareció la figura del señor White, inconfundible por el sombrero y la venda que asomaba por debajo.

        —Caramba, pero ¿qué tenemos aquí? —dijo sin apartar la vista de la mujer.

        —Viene por lo del anuncio de secretaria —me adelanté—. Pero le he explicado un poco en qué consiste el trabajo y no parece muy interesada.

        —Al contrario —me interrumpió la mujer—. Le estaba diciendo a su ayudante cuánto me gusta esta oficina y el ambiente que se respira en ella.

        —Gracias, señora... —dijo mi jefe.

        —Señorita, por favor. Mireia Millán, pero llámeme Mi-mí.

        —Señorita Mimí... Es un placer tenerla aquí.

        —El placer es mutuo.

        Aquella escena me estaba empezando a resultar empalagosa en exceso. Ni en la peor de las novelas policíacas y criminales habría tenido cabida una escena semejante.

        —Si le interesa el puesto de secretaria, el trabajo es suyo.

        Al oír aquello salté como un gato al que le hubieran pisado el rabo.

        —¿No piensa hacerle una prueba antes de contratarla? Es posible que vengan muchas otras candidatas.

        El señor White me miró como si acabara de despertarlo de la siesta. Me pareció que el detective tenía cara de pocos amigos.

        —Sí, sí, por supuesto. Le haré una prueba antes de contratarla. Veamos, señorita Mimí, ¿sabe usted taquigrafía?

        —¿Cómo dice?

        —Que si sabe escribir a máquina.

        —Eso es mecanografía —lo corregí.

        El señor White me fulminó con la mirada y decidí quedarme calladito.

        —Sí, sí, por supuesto que sé escribir a máquina.

        —Estupendo. Yo diría que con eso es suficiente.

        —Pregúntele por los idiomas —le dije a mi jefe en voz baja.

        —¿Y qué tal anda usted de idiomas?, señorita

        Molt . M'agraden molt els idiomes. He viatjat per tot el món i puc traduir qualsevol cosa que vostè vulgui.

        —Excelente su inglés, señorita Mimí, excelente.

        En ese momento comprendí que hiciera lo que hiciera, mi jefe ya tenía tomada una decisión. Y traté de hacerme a la idea de que la señorita Mimí sería, a partir de entonces, mi compañera de trabajo.

       

 

(CONTINUARÁ)