Me gustaría creer en la inspiración, pensar que existe una fuerza superior, una musa o musaraña alada que sobrevuela el techo de mi estudio, que me ayuda a entrar en trance cada mañana y me dicta las historias, los tratamientos, los personajes, los diálogos. Pero en cuestión de musas me declaro escéptico recalcitrante.
Desde que tengo “uso de razón literaria”, lo más parecido a la inspiración han sido una serie de libretas de tapas oscuras que me han acompañado siempre. Ahí anotaba (y lo sigo haciendo) cualquier cosa que se ponía a tiro: una frase oída al vuelo, un rostro que me llamaba la atención, el ambiente de un bar, el olor de una casa, la cojera del cartero, una idea peregrina, una noticia leída en la prensa; impresiones que surgían como destellos en los sitios más inesperados. El resto pasaba a esa capa profunda del cerebro adonde rara vez llega la memoria.
Mis musas son esas libretas que ahora duermen en archivos de cartón, de las que salieron algunos cuentos, novelas o cosas más «indecentes», como flases de la memoria. Por eso un día ya muy lejano decidí llamar «chispazos» a la inspiración. Un chispazo es, en mi jerga, cada una de esas anotaciones (miles de anotaciones, si hago recuento de lo que guardo en los archivos). Cuando dos chispazos se unen, suele surgir un cuento, y si prenden más de dos se terminan convirtiendo en novela. La teoría es tan sencilla que incluso resulta pueril. Pero efectiva, debo añadir.
El 1 de julio de 2007 llegaba yo a México D.F., a las 11,30 (hora local), en un «viaje literario» que iba a durar hasta diciembre y que me llevó a 18 países del continente americano. En el aeropuerto me esperaban Estela Carrillo y Marisol Schulz, mi editora mexicana. Me hospedé en el Hotel Royal Plaza, habitación 203, suite Diamante. La libreta que llevaba en mi bolsillo medía 9 x 14 centímetros, y a los cuatro días resultó insuficiente. Habría sido imposible recordar todas las cosas que empezaron a ocurrirme a partir de ese domingo, si no hubiera sido por la libreta.
Durante muchos días, semanas, meses, las “Libretas de América” fueron engordando con tantos chispazos que aquello parecía una celebración china de fuegos artificiales. Para alguien que escribe movido por semejantes impulsos, aquello resultaba una borrachera creativa. Habría necesitado varias vidas para escribir tantas historias que me salían al paso. Hasta el punto que decidí controlar mis impulsos y separar los chispazos en compartimentos para que no produjeran un cortocircuito creativo, cosa que estuvo a punto de ocurrir.
El sábado 4 de agosto llegué a Santiago de Chile, después de un viaje terrible, por las turbulencias, sobre unos Andes nevados y gélidos. El domingo amaneció un día de invierno desapacible. Alejandro, Cristhian y Paula Lacámara me llevaron a Isla Negra, a conocer el universo de Neruda. Después fuimos a comer a Valparaíso. Y ahí surgió uno de los chispazos más potentes que recuerdo de aquellos meses. Nos extraviamos en las calles enrevesadas de los cerros y tuvimos que pedir ayuda para llegar al restaurante que buscábamos. Recuerdo que una chica que estaba asomada a una ventana salió a la calle para indicarnos el camino. Nos dijo que tenía un bizcocho en el horno y que por eso no podía acompañarnos. Con sus indicaciones encontramos el restaurante.
Desde lo alto de los cerros, la visión de la bahía en una tarde lluviosa habría dado para muchas anotaciones en mi libreta. Pero apenas anoté «Valparaíso es uno de los lugares más bellos y decadentes que he conocido». No hacía falta escribir nada más. El resto era cuestión de vivirlo.

En las anotaciones del martes 7 de agosto dice: “Jornada dura de entrevistas en Santiago. Anécdota: la chica del bizcocho es maquilladora”. Después de un día muy largo, terminé en una cafetería, donde se grababa un programa literario en el que yo iba a participar. Efectivamente, la maquilladora era la chica que dos días antes nos había ayudado a llegar al restaurante de Valparaíso, una ciudad de casi 300.000 habitantes, a 90 kilómetros de Santiago, en la que viven 5 millones y medio de almas. Ese chispazo pasó también a mi libreta bajo el subtítulo «¿Es posible que nuestra vida no sea más que un cúmulo de casualidades?». Era una pregunta retórica, porque la respuesta es mi manera de entender el mundo desde hace muchos años.
En junio del año siguiente (haré una elipsis literaria y vital) me encontraba en Milán presentando la traducción de una novela editada por Feltrinelli. Para entonces Valparaíso y su bahía ya estaban enterradas en mi memoria. O eso creía yo. Estaba sentado frente a Carlo Feltrinelli en el salón de la casa familiar. Hablábamos de Bob Dylan y bebíamos gin tonic. Al echar la tónica en mi vaso, una gota cayó lenta, muy lenta (eso es lo que yo creo recordar), sobre la alfombra. Y recuerdo, o creo recordar, que mi mirada bajó al suelo detrás de la gota y luego volvió a la mesa y se posó sobre un libro escrito por Carlo, que me acababa de regalar: Senior Service. Era la biografía de su padre, que fundó la editorial. Y en ese momento, justo en el instante en que la mirada pasaba de la alfombra a la portada del libro, Valparaíso salió a flote en mi memoria. No sé por qué, pero ocurrió. Y apareció la bahía como si la tuviera delante; las nubes de aquel domingo desapacible de invierno; la chica del bizcocho; el recorrido a pie por las cuestas de los cerros; la lluvia…
Esos dos chispazos (me resisto a llamarlos inspiración), tan alejados en el tiempo y en las libretas, terminaron por prender y provocar un incendio. De ahí salió una historia que me llevó más de un año de trabajo, mucho tiempo después, cuando Valparaíso y el gin tonic de Milán quedaban ya lejos. Y la historia se ha convertido en una novela que se titula Cárceles imaginarias, dedicada a Marisol Schulz, que vino a recibirme al D.F. y me despidió seis meses después en Guadalajara, arranque y final de un viaje larguísimo lleno de chispazos, de turbulencias sobre los Andes, de encuentros y muchas otras cosas que quedaron plasmadas en libretas de 9 x 14, como trozos de vida que ahora duermen olvidados en archivos de cartón.