Caravaca Downtown, 21

(novela negra y digital por entregas)

 

Por LUIS LEANTE

 

CAPÍTULO 21

 

 

Severina Arteaga no se parecía a las mujeres de su edad que yo conocía: no vestía de luto, no llevaba el pelo sujeto en un moño, no iba agarrada a un bolso como si fuera parte de ella misma. En definitiva, no era como las demás.

      Yo había visto a aquella mujer en numerosas ocasiones en la tienda de mi padre, pero no podía imaginar que se trataba de Severina Arteaga. Según le contó a Mimí, la señora Arteaga vivía en la calle de la Segunda Traviesa, muy cerca de Juan Carlos el de la Mari. Hacía tiempo que se quedó viuda y decidió regresar a la City, de donde salió con poco más de veinte años para irse a trabajar a Barcelona.

      Debo reconocer que Mimí sabía bien cómo tratarla. Acabábamos de escribir un informe falso sobre ella y ahora le teníamos delante, como si el informe cobrara vida. Sin embargo, a la señora Arteaga le costaba trabajo hablar. Llegó un punto en el que Mimí no consiguió sacarle más información.

      —Volveré otro día, cuando esté aquí el detective.

      —Espere, no se marche… Si no quiere hablar conmigo, yo haré que el señor White venga, aunque tenga que ser arrastrándose.

Mimí se levantó de su silla, cogió el bolso y me hizo una señal para que la acompañara hasta la puerta. Una vez en la calle me dijo muy seria:

   —Acércate a casa y dile a Arturo, es decir, al señor White, que venga inmediatamente.

      —¿A qué casa?

      —A la mía, ¿a qué casa va a ser?

Yo estaba tan aturdido que no entendía lo que estaba ocurriendo. Mimí me extendió una llave del tamaño de un bolígrafo y me urgió con un gesto para que me marchara:

      —¿Y qué hace el señor White en su casa? —pregunté—. Yo creí que estaba en el hotel, por el lumbago.

      —¿Hotel? —me preguntó Mimí como si ahora fuera ella la que no entendía nada—. ¿Te ha dicho el señor White que se iba a un hotel?

     El propio Arthur White me había contado que se trasladaba al Hotel Victoria. Ahora las cosas le iban bien y no tenía por qué pasar una noche más en el sótano de la oficina. Yo lo celebré: me parecía que aquel sótano era un lugar insalubre y poco adecuado para un detective de la categoría del señor White.

      —Sí, él mismo me lo dijo —le confesé.

      —¡Hombres…! ¡Quién los entiende! —murmuró para sus adentros—. Olvídate de lo que te dijo ese idiota. Dile que venga inmediatamente y que si no lo hace iré yo misma a traerlo.

      Verdaderamente la capacidad de Mimí para sorprenderme no tenía límites. Sus palabras y sus gestos fueron contundentes. Enseguida, cuando vio que la gente que pasaba por la calle la miraba, dibujó una estudiada sonrisa, me puso la llave en la mano y me dio un sobre.

      —Y le das esto: es para él.

Me alargó una carta que acababa de traer el cartero. Llegaba una como aquella cada semana. Iba dirigida a don Arturo Blanco, y llevaba el membrete de un bufete de abogados de Madrid. Yo sabía que detrás de aquello estaba su exmujer.

El apartamento de Mimí estaba apenas a cuatro números de la oficina. Llegué en dos zancadas y entré en aquel portal siniestro. Subí a tientas y seguí al pie de la letra las instrucciones de la secretaria. El rellano estaba en penumbra. Busqué un interruptor, pero no me dio tiempo a encender la luz. Una de las dos puertas se abrió y aparecieron las hermanas Culebra. Nunca supe cuál era el verdadero nombre de las dos gemelas. Todos en el Downtown las llamaban las Culebras. Tenían cerca de cien años, o eso decían. Habían sido maestras hasta el día de su jubilación, y varias generaciones de la City pasaron por sus manos y por sus palmetas, que eran célebres. Detrás de su aspecto de ancianitas bondadosas ocultaban un carácter… «difícil». Aunque apenas salían de casa, estaban al tanto de todo lo que ocurría en el Downtown. También eran clientas de la Librería de la Tía Escopeta, donde se aprovisionaban de novelitas de amor que devoraban en menos de un día. Sin embargo, las leían hasta tres o cuatro veces para sacarles el mayor rendimiento. Eso era al menos lo que doña Aurora le contó a Mimí.

      —¿A quién buscas, nene? —me preguntó una de las hermanas.

      —A nadie, vengo a hacer un recado —respondí señalando la puerta de enfrente.

      —No hay nadie —me dijo la otra.

      —Bueno, sí hay alguien, pero no puede abrirte.

      —El detective está en la cama con lumbago y no puede moverse.

      —Será mejor que vuelvas otro día.

      —Si quieres hablar con su novia, puedes encontrarla en la tienda de Morenilla.

      —En la «antigua» tienda de Morenilla —puntualizó la otra—. Ahora es su oficina

      —¿Tú no eres el hijo del Valentín?

      —No, este es familia del Pera, ¿no ves el corte de cara?

      —¿Del Alfonso o de la Mari Carmen?

    Aquellas dos ancianitas me dejaron aturdido con su verborrea. Hablaban como dos ametralladoras. ¿Cómo podían tener tanta información? Me entró un miedo repentino. Saqué la llave que me había dado Mimí, se la mostré a las viejecitas, abrí la puerta del apartamento y entré todo lo deprisa que pude.

      La presencia de Mimí estaba por todas partes. La secretaria del señor White había conseguido darle un toque personal a aquel apartamento sórdido y viejo, con muebles que parecían rescatados de un derribo. Las cortinas eran de colores vivos y contrastaban con las lámparas decimonónicas y las sillas de museo.

      Avancé por el pasillo sin saber muy bien lo que me iba a encontrar. Por los cercos que se veían en el papel de las paredes, era evidente que Mimí había retirado todos los cuadros, posiblemente de santos y/o vírgenes.

      —¡Señor White! ¿Está usted ahí? —dije con miedo de elevar demasiado la voz

      Me resulta difícil describir la cara del detective cuando me vio asomar en el dormitorio. Estaba tumbado sobre una cama de matrimonio presidida por un Corazón de Jesús idéntico al que había sobre la chimenea de mi casa hasta que lo cambiamos por un florero que Mari Toni Celdrán, alias la Tubos, le regaló a mi hermana. Cuando me vio, se subió el pijama hasta la barbilla, como si temiera que yo descubriese que era de Mimí.

      —¿Qué haces aquí, muchacho?

La palidez del señor White se convirtió en pocos segundos en un rubor que parecía un salpullido.

      —La señorita Mimí me dio la llave.

       Arthur White enmudeció. Su silencio fue tan prologando que me dio tiempo a observarlo a él y al dormitorio. El detective llevaba un pijama de raso, sin duda de mujer. Estaba despeinado y sin afeitar. El espejo de un armario de luna duplicaba su figura. El papel de las paredes era de un gris ceniciento. Era un dormitorio con poco glamour, aunque sobre la mesilla había un marco de plata con una fotografía de Mimí delante de la torre inclinada de Pisa. Era evidente que el detective y su secretaria estaban amancebados. Sufrí una tremenda decepción. ¿Cómo habían conseguido llegar a ese punto en apenas siete días y sin que yo me diera cuenta? El acercamiento de un chico a una chica solía llevar entre unas cosas y otras una media de año y medio o dos años. Y eso si la cosa salía bien, porque la mayoría de las veces se malograba. ¿Tendría el señor White un atractivo especial para las mujeres que a mí me había pasado desapercibido? Eran tantas las preguntas que decidí olvidarme de todas.

      —Esto es para usted —le dije arrojando con desdén la carta que me había dado Mimí.

      El señor White miró el sobre sin mirarlo.

      —Es de mi exmujer, maldita sea. Lo único que quiere es desplumarme. No corría tanta prisa —luego me miró y me dijo—: Esto no es lo que parece muchacho. No sé lo que te habrá contado ella.

      —Dice su secretaria que vaya inmediatamente a la oficina.

      —Pero esa mujer ha perdido el juicio. Primero me deja casi inválido con la limpieza y ahora quiere que… ¿Es que no sabe que no puedo moverme?

      —Dice que si no va vendrá ella misma a llevarlo —el detective enmudeció por segunda vez. Era evidente que el mensaje de Mimí había hecho su efecto—. Doña Severina Arteaga quiere hablar con usted.

Hizo un esfuerzo por incorporarse, pero su cuerpo parecía un bloque de hormigón.

      —Ayúdame, muchacho, tengo que ir a la oficina. Alcánzame la ropa.

      Le ayudé a vestirse. A cada movimiento respondía con un gesto de dolor.

      —¡Mujeres…! —repetía una y otra vez—. ¿Quién las inventaría?

      Cuando consiguió enderezarse, se apoyó en mi hombro y me alborotó el cabello, como hacía cada vez que quería congraciarse conmigo.

      —Muchacho, me temo que el mundo de los adultos es demasiado complicado para que lo entiendas.

      —Sí, señor White, no puedo entenderlo por más que lo intento.

      —¿Ya no me llamas jefe?

      No respondí. Salimos al descansillo y enseguida se abrió la puerta del apartamento de enfrente. Aparecieron las Culebras como si fueran dos estatuas articuladas.

      —Buenos días, señor detective —dijo una de ellas.

      —Bonito día, ¿no le parece? —añadió la otra.

El señor White hizo un gesto huraño y me empujó para seguir.

      —Buenos días, señoras, disculpen que no me detenga pero se acaba de cometer un crimen horrendo y me buscan para resolver el caso.

      —¿Un crimen? —gritaron las dos a la vez, horrorizadas.

      —Sí, acaban de asesinar a una ancianita a tres manzanas de aquí. Pero no debería contarles nada, esto es un secreto profesional y la policía no quiere que se sepa aún para que no cunda el pánico en la City. ¿Harán el favor de guardarme el secreto?

      Las Culebras se habían llevado la mano a la boca al mismo tiempo, como si hubieran ensayado aquel gesto durante años.

      —¿No es cierto, muchacho? —me preguntó mi jefe.

      —Sí, jefe, es cierto. Será mejor que no lo comenten ustedes con nadie.

      —Muchas gracias, señoras. Y buenos días.

 

 

 

(CONTINUARÁ)