
(novela negra y digital por entregas)
Por LUIS LEANTE
CAPÍTULO 23
Cuando Arthur White dijo aquello de «iremos a cenar a su casa», se refería a Mimí y a él. Pero eso no lo supe hasta el día siguiente. Para entonces yo ya estaba enamorado de Mimí hasta las trancas. Los diez o quince años de edad que nos separaban no me parecían un obstáculo para amarla. Hice mis cálculos: cuando yo tuviera veinte años, ella tendría unos treinta y cinco; y cuando ella tuviera treinta y cinco… Nunca pensé que aquello del amor afectara de esa manera. De la noche a la mañana perdí el apetito, las ganas de jugar al fútbol, de leer, y lo que aún era peor, de escribir novelas negras y criminales.
Decidí que a partir de ese momento la televisión sería mi refugio, aunque nunca había sido plato de mi devoción; principalmente porque con las interferencias que provocaba el castillo de la City en determinadas partes del Downtown resultaba imposible verla bien más de siete u ocho meses al año. Por no hablar del UHF, que nunca se llegó a ver en mi casa hasta que entró el primer televisor en color, muy avanzada la década de los 80. No me gustaba Torrebruno, ni María Luisa Seco, que me parecía una repipi. El programa del profesor Jiménez del Oso me daba miedo, con aquella voz cavernosa y aquellas barbas de chivo que luego me aparecían en sueños. Ni siguiera Los Hombres de Harrelson o Sandokán me habían servido nunca de consuelo a mis desconsuelos.
—¿Qué te pasa, muchacho? —me preguntó el señor White cuando me vio afligido por el mal de amores.
Traté de disimular. Utilicé mis dotes de actor aficionado para hacerle creer que mi dolencia era más cultural que amorosa. Le enseñé el periódico que había sobre su mesa y le dije:
—Mire, ha muerto Agatha Christie.
—¡No es posible!
—Sí, aquí lo pone: murió el 12 de enero en Wallingford.
—Pobre chica, con lo joven que era.
—Tenía ochenta y cinco años.
—No es posible: parecía una jovencita.
—Yo era fans suyo, aunque prefiero a Raymond y Dashiell.
—Sus películas eran inolvidables.
—¿Películas? —pregunté sorprendido.
—Sí, ya sabes: Strip-tease a la inglesa, Pascualino Camarata capitano de Fragata…
—Me parece que no hablamos de la misma persona, jefe.
—Sí, Aghata Christie, la actriz de cine español.
—No, esa es Agata Lys, y que yo sepa sigue viva y coleando.
—Uff, menos mal. Me encantaban sus… en fin, ya sabes… Entonces, ¿de quién hablas tú?
—De la escritora de novelas policíacas: Asesinato en el Oriente Express, Muerte en el Nilo… ¿No ha oído usted hablar del detective Hércules Poirot?
—¿Poirot dices? Sí, creo que una vez resolvimos un caso juntos en San Francisco. ¿Nunca te lo he contado?
—Imposible, jefe, es un personaje literario.
—Con razón me parecía tan rarito. Los personajes literarios son los peores: tienen muchas manías.
—Jefe, ¿me está tomando el pelo?
Pero no, Arthur White no me estaba tomando el pelo: él era así.
—Bueno, no te preocupes —me dijo revolviéndome los rizos—: siempre que muere un escritor nace otro. ¿No es eso lo que dicen? Tienes que ser fuerte, muchacho, y hacer frente a las adversidades. ¿Sabes cómo he llegado yo hasta donde he llegado?
—No, jefe.
—Haciendo frente a las adversidades. Por cierto, ¿dónde está Mimí? Tenemos que ir a cenar a la casa del coronel y se está retrasando.
En ese momento se abrió la puerta. El señor White y yo nos quedamos boquiabiertos. Mimí se había vestido como si fuera a asistir al baile de una embajada de un país del Este. Llevaba un collar de falsos diamantes, unos pendientes a juego y unos guantes de piel de cabritilla que dos días antes estaban en el escaparate de Modas Sheila, la única boutique del Downtown, en el 28 de la calle Mayor. Por encima del guante asomaba una pulsera de plata que bailaba sobre su delgada muñeca.
Arthur White y yo dejamos escapar un silbido al unísono que parecía ensayado.
—Estás preciosa, encanto —dijo el detective sin parpadear—. Es decir, está usted divina, señorita Mimí.
—Ya lo creo que lo está —dije yo como hipnotizado.
Hasta nuestras narices llegó una fuerte fragancia de colonia Joya. La reconocí enseguida, porque era la más cara de las que vendía mi padre y una vez que se te metía en el cerebro hacían falta tres o cuatro días para que se saliera.
—¿De verdad os gusta?
—De verdad —dijimos los dos a la vez.
—Me temo que al coronel Santoni podría darle un infarto esta noche si se sienta enfrente de usted —añadió el detective.
—Entonces será mejor que sea usted el que se siente enfrente, señor White… —respondió ella con una sonrisa cómplice—. Para evitar accidentes.
Los celos me comían. En ese momento me habría gustado ser Arthur White y no un mocoso aficionado a las novelas negras y criminales que había perdido la vocación de repente.
—¿Nos vamos? —preguntó el señor White tendiéndole el brazo a su secretaria.
—Cuando usted quiera —respondió ella aceptándolo con mucha elegancia.
Al llegar a la puerta el detective se volvió, sacó las llaves del bolsillo y me las lanzó. Las atrapé en el aire como había visto hacer a Dick Powell en Murder, My Sweet (traducida torpemente al español como Historia de un detective)
—Encárgate de cerrar, muchacho.
Y así lo hice. Regresé a casa cabizbajo, derrotado, como si la chica más bella del Downtown me hubiera dado calabazas esa misma noche. Me senté en el sofá de casa, frente a la chimenea, con la gata hecha un ovillo sobre mis piernas, y me dispuse a pasar una interesante velada televisiva de viernes noche viendo el programa Un, dos, tres, responda otra vez. Aquella noche la pareja de concursantes, hermanos y residentes en Torrelodones, ganó la calabaza. Y yo me sentí identificado con ellos.
Pero al día siguiente todo ocurrió tan deprisa que no tuve tiempo de recrearme en mi dolor.
En cuanto puse un pie en el suelo me vino a la cabeza la imagen de Mimí cogida al brazo del señor White. Debo reconocer que hacían una buena pareja. Desayuné a toda prisa y corrí escaleras abajo con la esperanza de encontrar abierta la oficina del detective. Sin embargo, tuve que esperar varias horas hasta que Mimí apareció. Había cambiado su vestido de princesa por el de secretaria, pero estaba igual de espléndida. Venía sonriéndome por el centro de la calle, ajena a las miradas de los curiosos.
—¿Qué tal va todo? —me preguntó como si no hubiera ocurrido nada.
—Eso debería preguntarlo yo.
Mimí me hizo un gesto para que no fuera impaciente. Levantó la persiana y abrió la puerta como si estuviera abriendo la puerta principal de la Bolsa de Nueva York. Luego me hizo un gesto para que entrara. Apoyado en la silla de barbero, había un cuadro que me resultaba familiar. Sin duda se trataba de otro de los antepasados del coronel Santoni, en este caso una mujer vestida con traje de época y collar de perlas. El peinado de la señora era tan horroroso que afeaba al conjunto de la obra, si es que eso era posible. A ese ritmo la oficina iba a terminar pareciéndose al museo de los horrores.
—¿Te gusta? —preguntó Mimí entusiasmada—. Otro regalito del coronel. Qué hombre más amable, más educado, más… Ya quedan pocos como él.
—¿Cómo fue la cena anoche? —pregunté con impaciencia.
—Fantástico, chico —me dijo revolviéndome el cabello—. Triunfo total. El coronel Santoni está encantado con el trabajo del jefe.
Mimí se sentó y respiró profundamente. Estaba realmente emocionada. Sacó un paquete de tabaco del cajón y se encendió un Piper mentolado. Aspiró profundamente el humo y se recreó en la contemplación del cuadro.
—¿No te parece extraordinario? —dijo señalando a la momia del peinado.
—Me parece una mierda, si me permite ser sincero.
Mimí pareció despertar de un sueño. Me miró con atención y me echó el humo en los ojos. Yo empecé a toser.
—¿Qué te pasa, chico? ¿Has dormido mal?
—He dormido perfectamente —le mentí.
—Entonces ¿a qué vienen esos humos?
—Para humos los que me está echando usted en la cara.
—Disculpa…
—¿Me lo va a contar o no me lo va a contar? Todo, absolutamente todo. Quiero que me lo cuente todo —le grité perdiendo los nervios.
En ese instante se abrió la puerta y apareció el jefe de los Parrala Boys seguido de dos agentes, el sargento y dos números de la Guardia Civil. Mimí palideció como si hubiera visto abrirse la tierra y salir de las entrañas al mismísimo Lucifer. El humo del cigarrillo se le fue por el conducto equivocado y empezó a toser.
—Buenos días, dijo el agente Bibiano García. Venimos a detener al señor Arturo White o como se diga.
Mimí siguió tosiendo hasta que consiguió controlarse. Para entonces, los agentes ya estaban frente a nosotros.
—El señor White no se encuentra aquí.
—¿Y dónde está?
—¿De qué se le acusa? —preguntó Mimí.
—Yo soy el que hace las preguntas, así que limítese a contestar.
—Se le acusa de robo e intento de asesinato —intervino el sargento de la Benemérita con un tono que me pareció incluso amable.
—¿intento de asesinato de quién? —insitió horrorizada Mimí.
—¡Del Roñoso! —gritó el agente Bibiano—. Quiero decir, del coronel Santoni.
Mimí hizo un gesto como si se fuera a desmayar, pero no fue más que un amago.
—El señor White está durmiendo —dijo con un aplomo que me puso los pelos de punta—. Y no le gusta que lo despierten
(CONTINUARÁ)