
(novela negra y digital por entregas)
Por LUIS LEANTE
CAPÍTULO 24
La detención de Arthur White nos dejó fuera de juego a su secretaria y a mí. Mimí pasó de una alegría no disimulada a un estado de postración del que yo me sentía incapaz de sacarla.
En cuanto Mimí les dijo a los policías dónde encontrar al detective, el agente Bibiano García salió de la oficina como una exhalación. Aquel sábado iba a pasar a los anales del Downtown como el día en que parralas y beneméritos realizaban un operativo sin precedentes.
La señorita Mimí y yo fuimos detrás de toda la comitiva, a la que se añadía la gente que iba saliendo de los comercios. Los dependientes dejaban sus puestos sin preocuparse de la clientela, que a su vez, se unía a la procesión. Al llegar al portal, el agente Bibiano García se atravesó en la puerta con los brazos abiertos y gritó a uno de los Parrala:
—Aquí no pasa nadie más que la autoridad competente, ¿entendido?
—A sus órdenes mi cabo —dijo uno de los agentes.
—Déjeme pasar —gritó Mimí atacada de los nervios.
—Usted se queda aquí —le respondió el agente Bibiano García.
—¿Tiene usted una orden para entrar en la casa?
Se hizo un silencio absoluto. Incluso los curiosos se quedaron petrificados.
—¿Una orden para entrar? Yo no necesito una orden para entrar —grito el policía fuera de sí.
El sargento de la Guardia Civil le dijo algo en voz baja:
—Me temo, Bibiano, que esta señorita tiene razón.
—No me jodas, Anselmo, ¿desde cuándo hemos necesitado nosotros una orden para entrar a cualquier sitio?
—Eso era antes, Bibiano, que desde que murió el Caudillo las cosas están cambiando.
—Eso habrá que verlo…
—Contente, Bibiano —le dijo el sargento sujetándolo de los galones.
—¡Me cago en los indios de Calasparra!
Mientras tanto, Mimí parecía haberse repuesto del susto. Me pareció que sonreía, a pesar de la adversidad. Se metió la mano en el sujetador y sacó una llave del tamaño de un bolígrafo Bic punta fina.
—Si me permite subir, yo misma le abriré la puerta.
El cabo Bibiano había pasado del color rojo al amoratado y estaba a punto de pasar a la siguiente escala cromática cuando oyó de nuevo la voz del sargento Anselmo:
—Acepta, Bibiano, que esta tipa es capaz de buscarte las cosquillas. O mucho me equivoco o esta individua ha desarrollado más conocimiento que el toro Islero, que ya es decir.
—Con miuras más grandes hemos toreao nosotros —respondió el cabo.
—Pero eran otras plazas, Bibiano, eran otras plazas.
Después de unos minutos de indecisión, comentarios en arameo y bufidos impropios de un ser humano, el jefe de la policía local dio su brazo a torcer. Uno de los Parrala y un número de la Benemérita se quedaron vigilando para que nadie pasara y el resto subió con la señorita Mimí y conmigo.
—¿El niño también? —preguntó sin agresividad el sargento Anselmo.
—Es como mi osito de peluche. Sin él me siento indefensa.
El sargento hizo un gesto con la cabeza que daba a entender que se daba por vencido.
En el rellano nos cortaron el paso las dos hermanas Culebras, que habían salido con sus camisones de algodón y unas batas que parecían sacadas del atrezzo de La Dama de las Camelias.
—Buenos días, señor agente, ¿se puede saber a qué se debe este alboroto —preguntó una de ellas, que era exactamente igual a la otra.
—Pues no, no se puede saber. Y apártense o las detengo por obstrucción a la autoridad.
Las hermanas Culebras se santiguaron a la vez y se apartaron mientras fulminaban con la mirada al agente Bibiano García.
—Abra usted la puerta o le pego una patá ahora mismo —le gritó de malas maneras el cabo a Mimí.
—No hace falta que emplee esos modales, señor agente. Con educación podemos entendernos mejor.
Los policías entraron a saco en la casa y se dispersaron como los hombres de Harrelson («T. J., al tejado», y todo eso que decía Steve Forrest en el papel del teniente Dan Hondo Harrelson). Mimí se fue directa al dormitorio, y detrás de ella corrimos el sargento Anselmo y yo.
Arthur White yacía sobre un colchón de lana mal mullido, ajeno al jaleo que se había montado en torno a él. Tenía mala cara, pero no era la primera vez que lo veía así. Era la cara de resaca; yo la conocía bien. El detective abrió un ojo y se llevó las manos a la cabeza.
—Por el amor de Dios, Mimí, ¿qué es todo ese follón?
—Es la policía, cariño, pero no te asustes: tú no has hecho nada. Anda, vístete y acompáñalos para aclarar todo este lío.
El detective abrió el otro ojo y vio al sargento Anselmo junto a la chica. Inmediatamente se incorporó.
—¿Hace usted el favor de acompañarnos, si es tan amable?
En ese momento entró el cabo Bibiano García con la lengua fuera.
—¿Estoy detenido? —preguntó el señor White.
—Digamos que no: únicamente queremos hacerle unas preguntas.
—Pregunte, pregunte, que puedo responderle desde aquí.
—¡Se levante, coño! —gritó el agente Bibiano García, y el grito debió de retumbar en el cerebro del detective, porque se llevó las dos manos a las sienes e hizo un gesto de dolor.
—Estos señores dicen que eres sospechoso de haber robado e intentado matar al coronel Santoni.
—¿Al coronel Santoni? ¿Qué gilipolleces son esas? Yo no he robado al coronel.
—Entonces, ¿podría decirme qué hacen esos dos cuadros en su oficina? —preguntó el sargento Anselmo.
—Me los regaló Santoni, ¿cómo si no iba a tenerlos? Pregúntenle al coronel.
—El coronel está en la Casa de Socorro —continuó el sargento—. Aunque a usted le sorprenda, consiguió sobrevivir a la agresión y ha contado que anoche estuvo cenando con usted. Si hace el favor de acompañarnos, aclararemos esto enseguida.
Ni siquiera le permitieron vestirse a solas. Mientras Mimí le sacaba una muda del armario por si tenía que pasar alguna noche en el calabozo, un Parrala permanecía en la habitación, sin apartar la vista del detective.
Finalmente, cuando todos se marcharon de casa, Mimí se derrumbó. Esa fue la única vez que la vi llorar. Y debo reconocer que me impresionó. Parecía tan débil, tan indefensa. Eché de menos a la Mimí fuerte, la que caminaba por la calle Mayor bajo la mirada indiscreta de los vecinos del Downtown; la que pedía un pacharán en la Peña Taurina y se quedaba tan fresca; la Mimí de la que yo estaba perdidamente enamorado.
Cuando consiguió reponerse, me tomó la mano y me dijo:
—No te apures, chico, esto no es más que un malentendido. El señor White no es capaz de hacerle daño a un ancianito. Solo un maldito hijodeputa sería capaz de hacer algo así.
Le preparé una manzanilla en la cocina y se la llevé a la salita. Pero cuando entré, Mimí había desaparecido. Sobre la mesa encontré una nota. Enseguida reconocí su letra:
Disculpa que me haya marchado sin despedirme. Estaré de vuelta lo antes posible. Voy a interesarme por el señor White. Quizá necesite ayuda legal. No hay nada de lo que debamos preocuparnos: nuestro jefe es completamente inocente. Nadie puede saberlo mejor que yo.
Besos,
Mimí
(CONTINUARÁ)