
(novela negra y digital por entregas)
Por LUIS LEANTE
CAPÍTULO 27
Los domingos el aspecto del Downtown era distinto al resto de la semana. Los bares abrían más tarde y los comercios estaban cerrados. El barrio se despertaba perezosamente. Los primeros rayos de luz me sorprendieron desvelado. Había estado escribiendo una carta de amor para Mimí hasta muy tarde, pero en lugar de su nombre puse el de Severina. Era la carta que me había comprometido a escribir en nombre del coronel Santoni.
Mimí y yo pasamos la mañana encerrados en la oficina, sentados el uno frente al otro con una mesa por medio. Ella me iba describiendo los rasgos del tipo que había visto dos noches antes, cuando regresaban a casa.
—Las orejas un poco más grandes… No tanto… Te está saliendo el retrato de un mono.
En verdad, aquel retrato robot parecía más bien la imagen de la mona Cheeta con patillas. Pero debo decir en mi defensa que estaba nervioso. La falta se sueño y la proximidad de Mimí me impedían concentrarme.
—Será mejor que descansemos —dijo ella al cabo de dos horas.
Mimí sacó un cigarrillo y dudó entre ofrecerme o guardar el tabaco en el bolso.
—¿Tú fumas ya? —me preguntó.
—Sí —le mentí—, pero ahora no me apetece.
En realidad temía que me diera un golpe de tos y hacer el ridículo.
—Espera, enseguida vengo.
Mimí se marchó y me dejó con el boceto de la mona Cheeta entre las manos. Regresó al cabo de diez minutos con una bandeja de dulces: un cuerno, dos torrijas y algunos machacos.
—Espero que te gusten —dijo mordiendo el cuerno con elegancia—. Esos machacos los he comprado para ti. Son tus favoritos, ¿no es cierto?
—¿Cómo lo has adivinado?
Mimí me sonrió con picardía.
—Porque soy un poco bruja.
—No te creo.
—Haces bien en no creerme. Me lo dijo la confitera, la señora Pepica.
—Juanica —la corregí yo—, la Juanica.
—Esa, sí. Le pregunté qué era lo que más te gustaba y me enteré de que te vuelven locos los machacos.
La Juanica me conocía mejor que mi sicoanalista; sobre todo, porque yo no tenía sicoanalista. Todos los domingos me gastaba en su confitería el duro de la paga semanal. Me compraba cinco machacos, a peseta cada uno, y antes de llegar a la Posada de la Compañía ya los había engullido.
Con el estómago lleno y el azúcar circulando por la sangre, empecé a sentirme más inspirado. Poco a poco el retrato del presunto agresor fue pareciéndose a lo que Mimí trataba de explicarme. La descripción de aquel hombre correspondía a la de un varón de raza blanca, veinticinco años, pelo negro, ojos al pelo, cejas al pelo, nariz larga (dícese regular), barba regular, patillas largas, orejas grandes, marcas particulares ninguna. Cuando lo terminé y Mimí me dio el visto bueno, tuvo una sensación extraña.
—Yo conozco a este tipo —le dije a Mimí.
—¿Cómo que lo conoces? —me preguntó nerviosa—. ¿Quién es?
—Quiero decir que me suena mucho su cara. Yo lo he visto antes en algún sitio.
Mimí me tomó la mano y apretó con fuerza.
—Vamos, intenta recordar, es muy importante. Nos sería de gran ayuda.
Cerré los ojos y traté de concentrarme, pero la cara de aquel individuo se mezclaba con la de la mona Cheeta con patillas. Traté de apartar al chimpancé y entonces me aparecía Johnny Weissmuller.
—Imposible —dije cuando me di por vencido.
Alguien tocó en la puerta en ese momento, a pesar del cartel de «cerrado» que colgaba del cristal. Me apresuré a abrir. Era el coronel Santoni. Traía un vendaje aparatoso en la cabeza, un bastón que antes no usaba, y lo acompañaba su perro, que tenía un aspecto achispado.
—Vengo a interesarme por el señor White —dijo el coronel—. Lamento mucho lo sucedido. Créame que no era mi intención causarles tantas molestias, señorita Lulú.
—Mimí, me llamo Mimí.
—Ah, sí, disculpe. El golpe me ha trastornado un poco. Estoy verdaderamente contrariado con la detención del señor White. ¿Se encuentra bien?
Mimí me hizo un gesto con la cabeza señalando la puerta. Enseguida supe lo que quería de mí. Me disculpé y salí a la calle apresuradamente. La gente salía de la misa de doce, y la calle Mayor era un río humano de señoras con velo sobre fondo gris, o algo así, como diría Miguel Delibes quince años después.
Ya estaba a punto de tirar abajo la puerta del apartamento de Mimí cuando las hermanas Culebras, como siempre, aparecieron en el pasillo.
—El detective está durmiendo —me dijo una de ellas—. Ayer pasó todo el día en el calabozo y hoy está muy cansado.
—Será mejor que vuelvas mañana —añadió la otra Culebra.
Volví a llamar con más fuerza y comencé a gritar el nombre del detective.
—Lo siento, señoras, pero es muy urgente: acaban de envenenar a unas ancianitas en Los Ciruelos y necesitan que el detective se persona inmediatamente.
Las dos gemelas se santiguaron y recitaron al unísono una jaculatoria. Estaban realmente impresionadas por aquella falsa noticia.
—Espera —dijo una de ellas—. En ese caso será mejor que nos dejes a nosotras.
Entraron ambas a casa, arrastrando los pies, y volvieron a salir al descansillo al cabo de un rato. Me dieron una llave.
—Toma, prueba con esto.
—¿Qué es?
—Una llave, ¿no lo ves? Es la llave de nuestra casa, pero sirve para todas la puertas. Al menos hace veinte años servía.
—Sí, servirá: esas cosas no cambian tan fácilmente —apostilló la otra.
Tomé la llave y la introduje en la cerradura. Abrí sin dificultad.
Arthur White dio un salto cuando empecé a zarandearlo.
—La oficina está ardiendo —le grité—. Tiene que venir enseguida.
El detective se levantó deprisa y comenzó a ponerse los pantalones encima del pijama.
—¿Habéis llamado a los bomberos? —me dijo con el susto dibujado en la cara.
—No hace falta.
—¿Cómo que no hace falta? ¿Por qué?
—Porque es mentira.
El señor White hizo un gesto con las manos como si quisiera estrangularme, pero el susto le había paralizado las piernas y yo estaba a más de cuatro metros de él.
—¿Por qué has hecho eso, muchacho?
—Porque si le hubiera dicho que el coronel Santoni ha venido a la oficina para interesarse por usted seguramente no se habría levantado. ¿Me equivoco?
—No te equivocas.
El coronel Santoni recibió al detective con los brazos abiertos. Estaba realmente apesadumbrado por los acontecimientos del día anterior.
—Olvídelo, coronel, son gajes del oficio. En peores situaciones me he visto.
—¿De verás?
—Sí, en efecto, en una ocasión pasé una temporada en la sombra por un error de identidad. ¿No le he contado nunca eso?
—Creo que no. ¿Cómo es posible?
Mimí se apresuró a cortar aquella conversación que no conducía a ninguna parte.
—El coronel no ha venido aquí para escuchar batallitas, señor White —dijo Mimí—. ¿No le parece?
—Por mí no se preocupe, a mí me gustan las batallitas.
—Sí, pero aún no le hemos contado al señor White nuestro descubrimiento —insistió Mimí.
—¿Descubrimiento? ¿Qué descubrimiento? —preguntó el detective.
—El chico ha hecho el retrato robot del agresor y se lo he mostrado al coronel. ¿No es así?
El coronel asintió. Tomó el retrato y se lo mostró al detective.
—En efecto, señor White, esta es la persona que me atacó por la espalda.
—Pero si le atacó por la espalda, ¿cómo puede estar tan seguro?
—Porque lo vi fugazmente a través del espejo del aparador. Y, lo que es más importante, porque Bartolo lo ha reconocido.
—¿Y quién es Bartolo, si puede saberse? —preguntó el detective.
—El chucho, jefe, el chucho —respondí señalando al perro del coronel.
El señor Santoni le acercó el retrato a Bartolo y el chucho comenzó a ladrar y a aullar como perro en celo en noche de luna llena.
Arthur White cogió el retrato robot y lo puso bocabajo y bocarriba varias veces.
—Yo conozco a este tipo —dijo el detective para sorpresa de todos.
—Entonces ya lo tenemos —gritó Mimí dando una palmada.
—Quiero decir que me suena su cara.
—A mí también, jefe —añadí yo.
—Pero no soy capaz de recordar dónde lo he visto.
—¿En Alacatraz, tal vez? —pregunté ingenuamente—. O en San Quintín. Quizá sea un delincuente al que ha enchironado usted y al tener la provisional trata de vengarse.
Mimí me miró horrorizada.
—Puede ser, puede ser, pero no creo —dijo Arthur White—. Lo mejor será que le metamos algo al estómago para pensar mejor. Algo suave, por supuesto. Aún no he desayunado. ¿Apetece una cervecita en el 33?
Nos acodamos los cuatro en la barra del Bar 33, en El Pilar. Yo me tuve que subir a un taburete porque el grifo de cerveza me impedía ver. El coronel Santoni pidió un vino de Cancarix y lo paladeó como si hiciera siglos que no lo probaba. Mientras tanto, el dueño del bar, el señor Paco, nos sirvió un plato de oreja. Lo agarré con la punta de los dedos y soplé para no quemarme. Entonces se produjo algo extraordinario: al echármelo a la boca sentí una sensación placentera, como si los recuerdos se despertaran en mi mente. Sin duda, debió de ser algo parecido a lo que sintió Marcel Proust cuando se metió en la boca aquella magdalena famosa, o rosquilla, o lo que quiera que fuese. Como todavía no sabía griego antiguo, en vez de «eureka» grité:
—Lo he encontrado.
Los tres me miraron como si me hubiera caído del taburete.
—¿Habías perdido algo, muchacho? —preguntó el señor White.
—No, pero acabo de recordar quién es el tipo del retrato robot.
Mimí contuvo la respiración, el señor White se bebió de un trago su caña de cerveza y el coronel Santoni pidió otro chato de Cancarix.
—Ese tipo es el portero de la Discoteque Varak´s. Estoy seguro.
El señor White dejó los ojos en blanco, como una pitonisa. Luego dijo sin separar apenas los labios.
—Por eso me sonaba tanto. Alguna ventaja debe de tener esta vida nocturna y disoluta que llevo.
(CONTINUARÁ)