Caravaca Downtown, 28

(novela negra y digital por entregas)

 

Por LUIS LEANTE

 

CAPÍTULO 28

 

Los lunes eran especiales en el Downtown. El mercado semanal le daba un aspecto distinto a las calles y a los comercios, que no cerraban a mediodía. Venía gente de otros pueblos y la animación en las calles era grande.

        Pero yo no estaba para pensar en mercados ni en tonterías. Antes de ir a la escuela me pasé por la oficina, por si había alguna novedad. El señor White estaba plantado frente a la fachada, con los brazos en jarra, observando una pintada que alguien había hecho torpemente con pintura roja. Decía: «Yankee go home». Me costó trabajo descifrar la letra.

        —¿Qué significa, jefe?

     El detective me miró y sin quitarse el cigarrillo de los labios dijo:

        —¿No sabes inglés?

     —No, en la escuela solo nos enseñan francés.

        —Pues está claro lo que significa: «Yankee de los cojones».

        —Eso parece una amenaza, jefe.

        —¿Amenaza dices? Tú no sabes lo que es una amenaza. ¿No te he contado aquella ocasión en que los hermanos Wilson trataron de quitarme de en medio?

       —Creo que no, jefe. ¿Eso fue en Nueva York o en San Francisco?

       —Concretamente fue en New Jersey, donde fui a resolver el caso de un crimen que parecía obra de una secta. Los hermanos Wilson iban detrás de mí porque alguien me había visto con su hermana en un partido entre los Mets de Nueva York contra los Chicago White Sox. En realidad a mí no me interesaba su hermana: la invité al partido porque quería utilizarla como anzuelo para pescar al asesino. Resulta que le gustaban las chicas pelirrojas y tetonas, como la pequeña de los Wilson.

        De repente el señor White enmudeció.

        —Siga jefe, ¿qué ocurrió con los hermanos Wilson?

        —Otro día te lo cuento, ahora tienes que marcharte a la escuela.

        Enseguida me di cuenta del motivo de su silencio: hacia nosotros se dirigía Mimí, sonriente y fresca como una rosa. Me pareció que el señor White no quería que Mimí conociera su pasado en Estados Unidos.

        —¿Qué tenemos aquí? —dijo Mimí mirando a la pintada del cristal y sin perder la sonrisa—. ¿Amenazas en inglés? ¡Qué cosmopolita está resultando este rincón del mundo!

        —Espero que la pintura sea mala, como parece —dijo el jefe.

        —Creo que tengo un plan para atrapar a ese matón de discoteca —dijo Mimí—. Pero tengo que perfeccionarlo un poco.

        —¿Y no podría adelantarnos algo?

        —Bueno, sí… hoy es lunes, hay mercado, cierran las tiendas a las seis y… ¿qué hay después?

        —¿Partido de fútbol? —pregunté yo.

        —Respuesta errónea —dijo Mimí—. Revista musical en el Cine Gran Vía. ¿No habéis visto los carteles? Hoy toca La dulce viuda, con Tania Doris y Luis Cuenca.

       —No está el horno para bollos, Mimí. ¿Cómo puede pensar ahora en espectáculos musicales y mariconadas de esas?

       —No son mariconadas: es la excusa perfecta para desarrollar mi plan.

        Me pasé la mañana en la esuela tratando de anticiparme al plan de Mimí. Pero no le encontraba ninguna relación a la revista musical y al portero de la Discoteque Varak´s. Aquel día, además, a don Pepequín le dio por ponernos miles de ejercicios de matemáticas para el día siguiente, de manera que a mediodía me tuve que ponerme a trabajar para tener libres la tarde y la noche.

       Llegué con la lengua fuera a la oficina. El señor White estaba sentado frente a su mesa, muy pensativo.

        —¿Hay alguna novedad?

        —Tantas que no sé por dónde empezar.

        —Pues empiece por el principio —le dije—. ¿No es así como suele hacerse?

       El señor White me describió con todo detalle el plan que había pergeñado Mimí. A primera vista me pareció disparatado, incluso peligroso. Pero no se lo dije al detective.

        —¿Y usted cree que saldrá?

       —No sé qué decirte, muchacho. Mimí es muy capaz de hacerlo, pero resulta arriesgado.

      Cuando empezaba a anochecer apareció Mimí en la oficina vestida como Gene Tierney en Laura. Realmente estaba irreconocible: se había puesto una peluca, se había maquillado como una actriz y llevaba los labios tan pintados que parecían artificiales.

      —Todo preparado —dijo mientras se retocaba la nariz con una polvera que había sacado del bolso.

      —Parece usted una actriz —le dije tratando de ser galante.

     —Será suficiente con que parezca una vedette.

        El señor White se removía en su asiento como si le quemara la silla.

     —Esto no puede salir bien —dijo finalmente—. Nos podemos meter en un buen lío.

        Mimí lo tranquilizó con una sonrisa:

        —No tienes por qué preocuparye, todo saldrá como está planeado.

        Era la primera vez que ella tuteaba al detective en mi presencia. Aquello me pareció un mal augurio, no sé por qué.

       —¿Algún caballero me va a invitar al teatro?

        —Lo siento, Mimí, yo no puedo estar dos horas en una butaca, sin tomar una copa. Al menos esta noche no.

        Ella clavó los ojos en mí, sin descomponer la sonrisa.

        —Soy un niño —respondí—. No me dejarán entrar. Pero puedo invitarla al cine. Hay un pase a las ocho.

        Mimí clavó los ojos en su reloj de muñeca diminuto.

        —Es una buena hora hasta que termine la revista. ¿Qué vamos a ver?

   —Retorno al pasado —le dije con entusiasmo—. Con Robert Mitchum. Es mi detective favorito.

      —Y el mío, por supuesto —dijo Mimí mirando al señor White.

        Nunca estuvimos tan cerca la señorita Mimí y yo como aquella hora y media que duró la película. Robert Mitchum hacía el papel de Jeff Bailey, un detective retirado que vivía haciéndose pasar por un jardinero. Pero su verdadero nombre era Jeff Markham. De repente, el detective recibe una visita que le va a cambiar su tranquila vida.

        A Mimí le gustó tanto la película que cuando salimos del Gran Teatro Cinema se había olvidado de la peligrosa tarea que debía realizar.

        —¿Has llorado con la película? —me preguntó

        —Un poco, creo.

        —Yo también. Me encanta llorar en el cine.

        —A mí también —le mentí.

        —«Nuestros caminos se separan aquí» —dijo copiando uno de los diálogos de la película.

        —«Eso me temo» —le respondí.

        —«Lo que tengo que hacer ahora debo hacerlo yo sola».

        —«Lo sé».

        —«¿Nada de despedidas?»

        —«Nada de despedidas».

        —«¿Hasta mañana entonces?»

        —«Hasta mañana».

        El diálogo nos había salido bordado. Parecía que lo hubiéramos estado ensayando días. Creo que a Robert Mitchum y Jane Greer les habría gustado.

        Mimí siguió con su plan. Se lo sabía al dedillo, puesto que ella misma lo había tramado. Cruzó la avenida hasta la cafetería Dulcinea y se dejó caer por la callejuela que llevaba a los bajos fondos. Según contó al día siguiente, las cosas empezaron a salir a pedir de boca.

        En cuanto llegó a la entrada de la Discoteque, reconoció al portero de las grandes patillas. En efecto, ahora tenía la seguridad de que era el hombre que los había seguido en el Downtown, probablemente el que agredió también al señor White poco tiempo atrás. La señorita Mimí se hizo pasar por la vedette de la revista. Le contó al portero que había quedado allí con el resto de la compañía.

        —Todavía no ha venido nadie —dijo el joven—. Pero pase y espérelos dentro. Hoy va a estar la cosa animada.

        —¿Sola? No, prefiero venir más tarde.

        —No estará sola.

        —¿No? ¿Acaso vas a acompañarme tú, guapo?

        —Y lo que haga falta, guapa…

        Aquel hombre bebía como un cosaco, nos contó Mimí. Bebía tan deprisa que no daba tiempo a que el hielo se deshiciera en el vaso.

        —Vaya, parece que mis amigas se retrasan —le dijo la falsa vedette al portero.

        —Mejor… ¿no?

        —Sí, mucho mejor. Tienes una conversación de lo más interesante. Todo eso que me cuentas de los caballos vestidos con manteles y borrachos de vino es de lo más interesante.

        —No, no, no me has entendido bien —dijo el portero tratando de echarle el brazo por encima a Mimí—. No van vestidos con manteles, sino con mantos. Y los que se emborrachan no son los caballos, sino los caballistas. Bueno, los caballitas tampoco, digamos más bien que las peñas.

        —¿Entonces se emborrachan los caballistas o se emborrachan las peñas? Porque hay que ver lo mal que te explicas, guapo.

        La lengua del portero se iba hinchando y su voz era cada vez más espesa. La explicación estaba en unas pastillitas que Mimí le había puesto en cada vaso que el portero pedía. Finalmente, viendo el efecto retardado de las dichosas pastillitas, decidió duplicar y hasta triplicar la dosis. Mientras tanto, ella vaciaba con disimulo el contenido de su vaso en los maceteros de la Discoteque. Puesto que las plantas eran de plástico, no había riesgo de catástrofe ecológica irreparable.

        A Mimí le pareció que el tiempo se detenía. Hasta la medianoche el portero no dio señales visibles de debilidad.

        —Creo que estoy un poco chispao —dijo cuando la aguja grande se juntó con la pequeña—. Voy un momento al servicio.

        —No, no, al servicio no, que está asqueroso. Mejor vamos fuera y que te dé el aire.

        El aire fue definitivo para que aquel mono con patillas comenzara a tambalearse. Sin duda su medio natural eran los espacios cerrados y llenos de humo, pero cuando respiró aire puro su organismo comenzó a cortocircuitarse.

        —No sé qué me pasa, pero tengo ganas de vomitar.

        —Mientras no tengas ganas de dormir, no hay problema. No irás a dejarme así, ¿verdad?

        —No, no, esto se me pasa enseguida.

        —¿Caminamos? Mi hotel está aquí cerca.

        El portero le echó el brazo a Mimí por encima y se dejó llevar por ella. Sus palabras eran cada vez más ininteligibles.

        —¿Qué te estaba contando, guapa? —preguntó con mucha dificultad.

        —Pues veamos… Me estabas contando no sé qué de unos caballos que corren por un hipódromo cuesta arriba…

        —No, un hipódromo no, la cuesta del castillo. Suben corriendo por la cuesta del castillo. Ay que ver los forasteros que poquito sabéis de estas cosas.

        —Sigue, sigue, que te escucho.

        Mimí fue conduciendo al portero a su terreno, es decir, hacia el Downtown. Cuando llegó a la calle Mayor, Arthur White estaba agazapado en la Cuesta de los Poyos. Reconoció a la pareja entre las sombras y la siguió a una distancia prudente. Para entonces el portero estaba en un estado comatoso que le hacía confundir a los Templarios con el Real Madrid, y al Barça con los Halcones Negros del Desierto.

        Arthur White le dio el golpe de gracia: un golpe seco, contundente, a tres centímetros de la nuca, donde menos sangra. El portero se desplomó como un cerdo y arrastró al suelo a Mimí. Después no tuvieron más que arrastrarlo unos metros, meterlo en la oficina y bajar la persiana. Sonaron en ese momento las campanas de las carmelitas, que llamaban a maitines.

 

 

       

(CONTINUARÁ)