Caravaca Downtown, 30

(novela negra y digital por entregas)

 

Por LUIS LEANTE

 

CAPÍTULO 30

 

 

A la salida de la escuela, una enigmática mujer me esperaba apoyada en la fachada del Teatro Thuiller, que amenazaba ruina. Llevaba un pañuelo de seda en la cabeza, unas gafas de sol enormes y una gabardina con los cuellos subidos. Si lo que pretendía era pasar desapercibida, había elegido el lugar y la indumentaria menos adecuada. Me hizo un gesto con el dedo índice y yo me acerqué con cierta desconfianza. Los chicos que salían de clase hicieron un círculo a su alrededor llevados por la curiosidad.

        —Necesito hablar contigo, chico —me dijo sin mover apenas los labios.

        La reconocí enseguida.

        —Mimí, ¿qué haces disfrazada?

        —Nada de nombres. Vayamos a un sitio donde podamos hablar con discreción.

        Nos alejamos de allí y entramos en el bar del Tuerto, donde a esas horas apenas había parroquianos.

        —¿Qué ha sucedido? —le pregunté sin levantar la voz.

        —Necesito tu ayuda. Han detenido al señor White.

        —¿Cómo es posible? Usted dijo que ese matón de discoteca no les denunciaría.

        —No ha sido él.

        —Entonces, ¿por qué lo han detenido?

        —Es una historia un poco larga y no tengo mucho tiempo. Debo actuar rápido.

        Ante mi insistencia, Mimí me relató los acontecimientos.

        Después de soltar al portero de la Discoteque Varak´s, Mimí y el señor White siguieron comportándose con normalidad, para no despertar sospechas. Mimí me dijo que aquel tipo tenía tanto miedo que podía olerlo. Salió de la oficina a medianoche como si lo persiguiera el diablo. Sin embargo, a media tarde se presentaron en la oficina dos inspectores de policía con dos guardias civiles. Traían una orden de arresto contra el señor White.

        —Yo estaba en el sótano, asegurándome de que no quedaran pruebas de la estancia de nuestro «inquilino», ya me entiendes. Pero la trampilla estaba abierta y pude oírlo todo.

        —¿De qué lo acusan?

        —Es largo de contar.  

        Mimí me contó algunas cosas, muy pocas. Del resto me enteré a través de la prensa, al día siguiente. Tanto La Verdad, como Línea traían en la primera página la noticia a tres columnas, con una foto del señor White bastante desmejorado, esposado y escoltado por dos guardias civiles que miraban muy serios a la cámara.

        Leí tantas veces la noticia que llegué a sabérmela de memoria. Incluso guardé el recorte de periódico para asegurarme de que no era una pesadilla. Arthur White se llamaba en realidad Arturo Blanco y era uno de los estafadores más conocidos entre la policía, aunque hasta ese momento no habían tenido pruebas suficientes para detenerlo. Era un tipo escurridizo, en opinión del plumilla de turno. Según decía el artículo, hacía años que actuaba cambiando de personalidad. Había estafado a banqueros, al Ministerio de Hacienda, a empresarios, a mujeres ricas. Se le acusaba de bigamia. Si lo que decía era cierto, Arthur White, es decir, Arturo Blanco estaba casado con seis mujeres a las que había estafado cantidades millonarias, hasta que tropezó con una viuda más lista que él y lo desenmascaró. Cuando la viuda se dio cuenta de con quién se había casado realmente, puso a trabajar a todos sus picapleitos hasta que consiguió dar con el paradero del estafador y le dio la puntilla final.

       Las piezas del rompecabezas empezaban a encajar. Todo cobraba sentido, aunque yo me sintiera profundamente defraudado.

        —Necesito que me hagas un favor —me dijo Mimí en el bar del Tuerto, cuando yo aún no conocía más que una parte mínima de la historia—. Quiero que entres en mi apartamento y me traigas un maletín que tengo escondido. Yo te explicaré cómo encontrarlo.

        —¿Un maletín?

        —Sí, a ti no voy a mentirte. Tiene dinero, mucho dinero. Sin él estoy perdida. Ese maletín es mi tabla de salvación.

        —¿Y por qué no lo coge usted?

        —Porque la policía vigila la casa y no puedo entrar.

        —Entonces yo tampoco podría hacerlo sin que me vieran.

        —Tú eres un niño, te resultará más fácil.

        —Es muy peligroso. Si me atraparan, me torturarían y cantaría. Soy poco resistente al dolor. Además, usted no ha hecho nada: no tiene nada que temer. Yo puedo declarar que es inocente en caso de que la detengan, cosa poco probable, si me permite que se lo diga.

        Mimí se llevó las dos manos a la cara y ocultó su rostro. Estaba llorando. Traté de consolarla, pero no me salían las palabras.

        —Tengo una idea —le dije aunque ella no parecía escucharme—. Le buscaré un lugar para esconderse unos días, hasta que la policía deje de buscarla. Después yo mismo le traeré ese maletín. Si está tan bien escondido, no podrán encontrarlo.

        Mimí pareció renacer. Por su expresión me pareció que mi plan le había gustado.

        —¿Un lugar? ¿Dónde?

        —Tengo el sitio adecuado, confíe en mí.

        El lugar se llamaba «Club Las Vegas», y era el lugar de reunión de mi hermana y sus amigas. Era un sitio exclusivo para chicas, que ellas mismas habían montado en las falsas de mi casa. Debo añadir que el nombre engañaba bastante. Techos abuhardillados y llenos de telarañas, ratones, una escalera en ruinas que conducía a los tejados y que podría servir de escapatoria en caso de apuros, estufa de leña, suficientes muebles para estar cómoda. Aquello era el lugar adecuado para ocultar a una fugitiva, aunque no fuera un hotel de lujo.

        La contraseña para entrar en el Club el Club Las Vegas era «Pata de camello en su jugo», pero había que hacerlo con voz de chica, porque de lo contrario nunca te abrían. Las amigas de mi hermana se reunían allí todas las tardes al salir del colegio. En teoría se juntaban para hacer los deberes, pero la realidad era bien distinta. Yo conocía bien sus reuniones: timbas de brisca, güija, espiritismo, cigarrillos sisados en casa. Aquello era un auténtico antro de perdición, pero estaba seguro de que si les pedía un favor especial como aquel me ayudarían a salir del apuro.

        Y así fue. Pronuncié la contraseña con voz de niña de doce años y la puerta del Club se abrió como si fuera el Gran Casino. Por primera vez en mi vida, todas me escucharon en silencio. Luego les conté el plan y les pedí su opinión. Votaron a mano alzada y salió por unanimidad que estaban dispuestas a esconder a Mimí el tiempo que fuera necesario.

        Debo reconocer que el tiempo que Mimí estuvo en el Club Las Vegas vivió como una reina. Desayunaba churros todas las mañanas y las chicas se turnaban para llevarle la comida y la cena cada día. Mimí se aseaba en una pequeña palangana y dormía sobre un sofá que estaba formado por varios asientos de distintos Citröen 2 CV. Por las mañanas salía a tomar el sol al tejado y se entretenía contemplando el ir y venir de los palomos de Amadeo el sastre. Me habría gustado que aquella situación se alargara algún tiempo; al menos hasta que yo cumpliera los dieciocho años y pudiera pedirle matrimonio.

        Pero la felicidad suele llegar con cuentagotas, y aquella no iba a ser una excepción. Una noche Mari Cruz (a) La Cuqui, tesorera del club a la sazón y encargada de la cena de Mimí ese día, llegó apurada y entró sin que diera tiempo a pedirle la contraseña.

        —Creo que me han seguido —nos dijo con el resuello entrecortado.

        —¿Estás segura?

        —Segura no, pero he visto a un tipo con bigote, gabardina oscura y sombrero.

        —O es un policía o es un tontícola que no sabe que el carnaval empieza la semana que viene —dijo María (a) La Polidana.

        Inmediatamente sonaron unos golpes contundentes en la puerta. Nadie se movió. Ni siquiera pestañeamos para no hacer ruido. Mi hermana se armó de valor y dijo:

        —¿Quién es?

        —Abrid o tiro la puerta abajo —dijo una voz que sonó como un trueno—. Somos la policía.

        No sé cómo tuvo ánimo para decirlo, pero mi hermana insistió con voz temblorosa:

        —¿Cuál es la contraseña?

        —Me cago en to lo que se menea —gritó el policía.

        —Error —dijo la Guillén con voz de monjita de clausura—. Según los estatutos no podemos abrir la puerta si no dice la contraseña correcta.

        Le hice una señal a Mimí para que escapara por la puertecita que daba al tejado. Pero enseguida comprendí por su gesto que se rendía. Se puso en pie, se acercó a la puerta y abrió.

        —¿Es a mí a quien buscan? —preguntó.

        —Luz Morales —dijo uno de los policías—, queda detenida. Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser usada en su contra ante un tribunal. Tiene derecho a consultar a un abogado…

        —Oiga —grité muerto de miedo—. Se están confundiendo. Ella no se llama Luz Morales, sino Mireia Millán.

        Mimí trató de tranquilizarme con un gesto. Se tiró del cabello y se quitó una peluca que dejó al descubierto un cabello intensamente rubio. Para mí seguía siendo Mimí. Sin embargo, para el resto del mundo era Sor Bombilla.

        —Lo siento, chico, tienes que perdonarme.

        No conseguí articular palabra.

        Al día siguiente la foto de Mimí, es decir, de Luz Morales (a) Sor Bombilla venía en los dos periódicos regionales. Era una foto de archivo. Estaba guapa, pero apenas se parecía a la mujer que yo había conocido.

        Leí el artículo como si fuera un tema de literatura para el examen final de curso. Lo subrayé, lo memoricé. Luz Morales (a) Sor Bombilla era la mujer de los mil rostros en el mundo del crimen organizado. Su currículum delictivo no tenía desperdicio. Estaba en búsqueda y captura por estafa, espionaje industrial, falsificación de documento público, suplantación de identidad... Y lo que más me llamó la atención: era conocida en muchas cárceles por ser una verdadera experta en fugas.

 

 

       

(CONTINUARÁ)