Caravaca Downtown, 31

(novela negra y digital por entregas)

 

Por LUIS LEANTE

 

CAPÍTULO 31

 

La noticia de la captura de Sor Bombilla se publicó casi al mismo tiempo que la de su fuga. Solo hubo un día de diferencia entre un titular y otro. Aún no me había recuperado del duro golpe que había supuesto descubrir la verdad, cuando mi hermano me trajo el periódico en el que se podía leer en titular a cuatro columnas:

«Espectacular fuga de la reina del camuflaje».

Y en la entradilla decía:

«Apenas veinticuatro horas después de la detención de Luz Morales, conocida como Sor Bombilla, la mujer que ha tenido en jaque a la policía en las últimas semanas consigue escapar sin que hasta momento haya ninguna pista de su paradero».

Luego se relataba con detalle cómo Sor Bombilla, es decir, Mimí había escapado mientras la trasladaban a la prisión provincial en un furgón blindado. A pesar de ir esposada y escoltada, Mimí burló inexplicablemente la vigilancia y desapareció. El plumilla que firmaba el artículo sugería que tal vez Mimí había adoptado la forma de gato, pero su teoría resultaba tan ridícula que más bien parecía una broma recurrente para rellenar las tres líneas que le faltaba a la columna. También se hacía un resumen de otras fugas célebres que al parecer la habían convertido en una especie de Houdini femenina, admirada por magos, ilusionistas escapistas y otros miembros de la farándula.

Debo reconocer que sentí un gran alivio al saber que Mimí estaba libre. En rigor era una sensación contradictoria. Por una parte me sentía decepcionado por ella, engañado, utilizado. Por otra no podía dejar de sentir lo que sentía. Esas cosas no se podían controlar con ejercicios mecánicos. Necesitaba un tiempo para olvidarla.

Del mismo modo, por la prensa me enteré de todos de los detalles de la detención del señor White, es decir, de Arturo Blanco. Desde que él se marchó, quiero decir, desde que lo detuvieron, el Downtown no había vuelto a ser lo mismo. En alguna ocasión llegué a pensar que la decadencia del Downtown comenzó a fraguarse en aquel febrero de 1976, aunque el resultado no se hiciera patente hasta algunos años después. Me sentía decepcionado por las mentiras del detective, pero por otro lado entendía su comportamiento. ¿Por qué iba a confiar en un niño un hombre como él, que llevaba media vida huyendo de la justicia? Al igual que con Mimí, mis sentimientos hacia él resultaban contradictorios.  

Pero yo tenía un trabajo pendiente aún, y sentía que mi obligación era terminarlo. Así que decidí visitar al coronel Santoni y cumplir lo que el señor White me había encomendado.

El coronel me recibió con su bata de guata, bajo la que llevaba el traje. No se sorprendió al verme.

—¿Cómo estás, muchacho? —me dijo haciéndome un gesto para que pasara—. Te estaba esperando.     

—¿A mí? ¿Usted?

        —Sí, por supuesto. El señor White me escribió y me dijo que antes o después vendrías a verme. Al parecer te conoce muy bien.

        —No se apellida White, sino Blanco.

        —Lo sé, pero para mí siempre seguirá siendo Arthur White.

        —Por lo que veo ha recibido noticias de él. Yo, por el contrario, no sé nada —le dije sin disimular mi decepción.

        —He utilizado mis influencias. En realidad fui yo quien me puse en contacto con él. El señor White te tiene en gran estima.

        —Yo no estoy tan seguro.

—¿Te apetece una copita de orujo? —me dijo el coronel para aliviar la tensión.

        —Nunca bebo antes de las doce —le contesté repitiendo una frase que le había oído varias veces a Arthur White.

        Nos sentamos el uno junto al otro en los dos sillones orejeros que había frente a la chimenea. Durante un rato contemplamos el fuego en silencio. Después, saqué la carta que había escrito para la señora Severina y se la entregué.

        —Esto es para usted.

        El coronel Santoni la cogió y leyó el arranque.

        —Extraordinario. Tienes una gran facilidad para describir los sentimientos de los demás.

        —No son de los demás, son míos.

        El coronel leyó la carta de cabo a rabo y luego me miró muy serio.

        —Gracias, muchacho.

        —No tiene que dármelas: es mi trabajo. Coronel… —dije sin pensarlo.

        —Dime.

        —Quiero pedirle un favor.

        —Si está en mi mano, cuenta con ello.

        —Me gustaría visitar al señor White en la cárcel.

        El coronel Santoni permaneció un rato en silencio, con la mirada pendiente del fuego.

        —De acuerdo —dijo al cabo de un rato—. Veré lo que puedo hacer.

        Me costó mucho trabajo convencer a mis padres para que me permitieran ir la prisión provincial, pero finalmente cedieron. El coronel Santoni concertó una cita y un sábado de febrero tomamos la Alsina en dirección a Murcia.

        Después de muchos trámites, esperas y papeleos, por fin puede ver al detective y estar frente a frente. No me cabía duda de que el señor White se sentía incómodo en mi presencia. Sin duda, estaba avergonzado.

        —Lo siento, muchacho, te he decepcionado.

        —Sí, pero eso no es lo más importante.

        —¿Qué es entonces lo más importante?

        —Me mintió.

        —Sí, no voy a negarte que…

        —Me dijo que había sido policía en San Francisco.

        —Tienes razón, eso es mentira…

        —También me dijo que había sido detective privado en Nueva York.

        —También tienes razón, eso es mentira, pero…

        —Eso es lo más importante. Que fuera usted un estafador no me habría importado.

        Arturo Blanco no supo qué decir. Me miró desolado.

        —Tienes motivos para pensar así —me dijo—. Todo lo que me digas me lo tengo merecido. Pero quiero que sepas una cosa: yo nunca pretendí hacerte daño.

        Ahora era yo el que no sabía qué decir. Nos lo dijimos todo con la mirada. Durante el resto de nuestro encuentro hablamos poco. El señor Blanco me preguntó por la gente: por Perico el de Radibán, por el Pera, el señor Miguel de los Faroles. Nuestro tiempo terminó. Un funcionario me dijo que tenía que marcharme. Arturo Blanco me tendió la mano y yo se la estreché.

        —Mucha suerte, jefe.

        —Gracias, muchacho.

        Antes de levantarme, me retuvo por el brazo.

        —Espera, muchacho. No me has dicho cómo te llamas.

        —Luis.

        —Luis —repitió muy despacio—. Yo conocí a un Luis en Filadelfia. Era vigilante del parquin de la universidad y le gustaba apostar al boxeo. ¿No te lo he contado nunca?

        —Creo que no, jefe.

        —Es una pena, porque ya no me queda tiempo para hacerlo.

 

 

       

(CONTINUARÁ)