Facebook, Twitter y la Muerte

Cuesta trabajo recordar cómo era el mundo antes de la Revolución Tecnológica y de lo que vino más tarde: la globalización de la información y de los sentimientos, las redes sociales. ¿Cómo eran el mundo antes de que existieran Facebook, o Twitter?, es decir, ¿cómo era el mundo hace apenas cinco años, seis si me apuran? Algunos ya no lo recuerdan; otros no lo han conocido.

 

Sin embargo, hay cosas que no han cambiado: la distancia entre Alicante y Lima, por poner un ejemplo, sigue siendo la misma; la esperanza de vida del ser humano no ha variado prácticamente en los últimos cinco años, minuto arriba, minuto abajo; incluso el pasmo ante la muerte se mantiene desde hace siglos, me atrevería a decir milenios. Pero hay algo que indefectiblemente ha variado. Me explico.

 

Hace un tiempo fui testigo de cómo una amiga, con la que había quedado en la terraza del casino de Torrevieja para charlar un rato frente al mar, se enteraba a través de Facebook, en ese preciso momento en que uno deshace el azucarillo en el café y le da vueltas a la cucharilla —da igual a la izquierda o a la derecha, según la herencia genética— de que un buen amigo suyo había muerto pocas horas antes en Madrid. Estas cosas ahora ocurren o pueden ocurrir así. Conectas el ordenador, el teléfono, la tableta; entras en las redes sociales y alguien escribe «ha muerto Vladimir Nabokov» o «ha muerto J. K. Rowling» o el primer amor de tu vida, ese gran amor que te inspiró tantas horas de amargura y unas pocas de poesía, o viceversa. Y uno no se para a pensar en que Nabokov murió en 1977; o en que la señorita Rowling quizá esté tomando en esos momentos, si son las cinco de la tarde, un té plácidamente mientras lee el anuncio de su muerte; o en que el gran amor de tu vida hace más de diez años o de diez siglos que dejó de serlo y ahora comparte su vida con una peliteñida o un peliteñido, diez años menor que nosotros, en un barrio de clase media escribiendo sus memorias para olvidar el pasado, paradójica contradicción.

 

La muerte o la noticia de la muerte se cuela ahora en directo en nuestras vidas, tal vez en el mismo momento en que se está produciendo, antes incluso, si el moribundo tiene tiempo de echar mano a su teléfono y contar urbi et orbi que está a punto de morir. Otras veces las redes sociales —algunas, al menos—, nos sobreviven y nos hacen eternos, en una falsa eternidad en la que nuestro rostro sigue colgado en la red y la gente nos llama, nos invita a eventos y nos felicita por nuestro cumpleaños como si estuviéramos vivos aún.

 

Conozco a un escritor Cubano que llegó a España hace unos años desengañado de la revolución: periodista, poeta, novelista, disidente y algunas cosas más. Ahora se cumple un año de su muerte. Encontraron el cuerpo cuatro días después de su fallecimiento. Él fue la primera persona de la que recibí una invitación para entrar en las celebérrimas redes sociales. A su funeral asistió medio centenar de personas. Pero son muchos más los que no se enteraron y siguen sin enterarse. La imagen del escritor continúa activa en su página personal, como si hubiera sobrevivido a la muerte, como un cid moderno que libra batallas merced al deus ex machina. Ahí sigue, un año después, recibiendo invitaciones, enlaces de sus amigos, de los conocidos, de los que entran en su página y siguen tratándolo como si estuviera vivo. Y en realidad es como si lo estuviera sin estarlo.

 

Uno se pregunta si el día posterior a su muerte seguirá recibiendo en las redes sociales felicitaciones por su cumpleaños, invitaciones a juegos, ofertas de pechugas o contramuslos de Mercadona o de Carrefour, noticias de los viajes de los amigos que quieren compartir su dicha con los amigos muertos, quizá porque no se han enterado de que han muerto. Uno se pregunta cuánto tiempo seguirá su foto colgada en la red, sin envejecer, mientras quienes te invitan a que le des al botón de «me gusta» de su boda van envejeciendo, teniendo hijos, escolarizándolos, asistiendo al bautizo de los nietos e incluso falleciendo. Aunque entonces será como alcanzar la vida eterna, porque los amigos de los amigos, que no se habrán enterado de su fallecimiento, a su vez seguirán enviándoles invitaciones a presentaciones de libros, a participar en juegos, en MI CUMPLEAÑOS, a compartir las fotografías de las bodas que terminarán en más hijos y más fotos de cumpleaños y efemérides varias y así hasta que el mundo se acabe, si es que se acaba y no le sobreviven las redes sociales o lo que sea en lo que estas deriven en el futuro. Y entonces ya nunca podremos decir aquello de «descanse en paz».