Estimado D. Giuseppe:
No vaya a pensar Ud. que me gusta molestar a los muertos en su descanso eterno, pero acabo de pasar delante de su palacio, o lo que en otro tiempo fue su palacio, en la Via Butera de Palermo —ese lugar grande y decadente donde impartía clases de literatura inglesa, a partir de las seis de la tarde, tres días a la semana—, y decidí escribirle estas líneas para no quedarme con las ganas de contarle algunas cosas que me dan vueltas en la cabeza desde hace tiempo y que sin duda Ud. desconoce.
Ud. no puede saberlo, imagino, pero pocos meses después de su muerte se publicó por fin esa novela suya, El Gatopardo, que había sido rechazada por otras editoriales, Mondadori, por ejemplo, y que se decidió a sacar a la luz Feltrinelli, en una apuesta arriesgada y valiente. Tampoco puede Ud. saber que su novela fue un éxito desde el primer momento; que se tradujo a muchos idiomas y que fue llevada a la pantalla por Luchino Visconti. Sí, el papel de Don Fabrizio lo interpretó magistralmente Burt Lancaster. Y entiendo que se sorprenda al enterarse ahora. La novela levantó un gran revuelo entre la gente que trató de leerla en clave política. Para no extenderme mucho, le diré que la criticaron tanto los de derechas como los de izquierdas. A mí, permítame que se lo diga, me fascinó.
Me fascinó esa novela decimonónica escrita en mitad del siglo XX. Me fascinó el retrato de la sociedad palermitana, anclada en su decadencia (las cosas no han cambiado mucho, se lo aseguro). Me fascinó su prosa, sus frases nada inocentes, su manera de retratar una época que puede hacerse extensible a muchas otras épocas, incluida la actual, entre la decadencia y la falta de valores que no sean medrar para enriquecerse. Ahora, sin ir más lejos, la clase política y económica se encuentra en una situación parecida a la que se encontraba la aristocracia siciliana cuando Garibaldi desembarcó con sus mil hombres, que al parecer eran poco más de ochocientos. Y espero que los cambios que se avecinan no sirvan para «que todo siga igual», si me permite que utilice con torpeza sus propias palabras.
Le confieso que me habría gustado conocerlo personalmente y no solo a través de su novela. Siempre quise ser grande, gordo y triste como Ud., porque considero que las personas tristes son verdaderos optimistas reprimidos. También le confieso que algunas de sus frases permanecen recopiladas en pequeñas libretas que guardo desde que tenía 18 años. Por ejemplo, recuerdo bien aquella que parece un aforismo: «Mientras hay muerte hay esperanza». Pero me gustan más esas otras frases que nos conducen a su mundo, que ahora también es el mundo de muchos de nosotros. Le confieso que me habría gustado escribir aquella frase: «Pertenezco a una generación infeliz, a caballo entre los viejos tiempos y los nuevos, que no se encuentra a gusto en estos ni en aquellos». Pero ya la escribió Ud., y yo soy muy respetuoso con la propiedad intelectual, aunque estos no sean tiempos propicios para semejante quijotada.
En fin, para terminar quiero decirle que me sé frases de memoria de sus personajes, como aquella de… «Sus sábanas deben de ser la fragancia del paraíso». Y, por supuesto, cada vez que contemplo el mar recuerdo esa descripción que Ud. hizo de su mar, el de Palermo, frente al que le escribo estas líneas: «… compacto, oleoso, inerte, se extendía ante él, inverosímilmente inmóvil y agazapado como un perro que se esforzaba por volverse invisible a las amenazas de su amo».
Deseo, sinceramente, que mi carta —en unos tiempos en los que ya no se escriben cartas— no haya servido para perturbar su descanso. Y, por supuesto, no espero su respuesta.
Reciba el testimonio de mi más alta consideración,
L.L.