A mi amigo Raimundo, a quien de pequeño llamábamos Platero, le ocurre con frecuencia que recuerda lugares en los que nunca ha estado, o a personas a las que no ha conocido, o paisajes que jamás ha visto; recuerda olores y también sensaciones que nunca ha tenido. A veces son conversaciones que no ha escuchado. Recuerda, por ejemplo, a dos mujeres que en cierta ocasión se encontraron en la calle —no en la calle de una ciudad grande, sino de un pueblo pequeño como en el que Raimundo vive ahora retirado—; recuerda el momento en que las dos se saludan y se detienen, que hablan sobre cualquier cosa: algo que les ocurrió hace años y que ahora están recordando mientras él a su vez las recuerda a ellas. Luego sigue cada una su camino y Raimundo se olvida de las dos mujeres. Y meses más tarde las recuerda de nuevo paradas en la esquina, una tarde de otoño, en una calle por donde no pasa nadie más que ellas o su recuerdo. Tiempo después encuentra esa escena y la conversación descritas en un libro, y Raimundo sospecha que alguien le roba sus recuerdos y se lucra con ellos. Yo trato de convencerlo de que no, de que eso es imposible. Y Raimundo me mira y me dice: «Espero que nunca te pase nada parecido».