El traslado de una biblioteca es como el traslado de la memoria. Mientras llenas las cajas, encuentras el primer libro que compraste, el primero que te regalaron, el primero que dejaste a medio leer, o el primero que releíste. Hay muchos primeros. Me pregunto cómo será la memoria de nuestros hijos en un futuro no muy lejano: el primer libro que se descargaron en el e-book, el primero que piratearon, el primero que compraron en Amazon. El traslado de una biblioteca despierta añoranza. Abres un libro al azar, antes de guardarlo, y encuentras un marcapáginas que tiene treinta años, de una librería que ahora es una tienda de fundas de móviles, o de una ciudad que apenas recuerdas; o encuentras una fotografía de alguien a quien habías olvidado, quizá tú mismo, o de un lugar en el has estado y que ya no existe. Me pregunto cómo será el traslado de una biblioteca digital almacenada en un disco USB de tres millones de megagigas comprimidos en el volumen de un dedal, donde caben todos los libros de la humanidad, cuatrocientas mil veces la capacidad de la Biblioteca de Alejandría, libros que nunca podrán leer nuestros hijos ni nuestros nietos, ni siquiera en varias vidas. Mareado por el vértigo que me produce la reflexión, guardo el último libro de mi biblioteca en su caja. El transportista cuenta el número de bultos, calcula el espacio que necesitará en el camión y me pregunta si los he leído todos. Le digo que sí, que al menos lo he intentado, pero lo importante no son los libros, sino lo que significan para cada uno. Me hace un gesto neutro —ni sí, ni no—, luego coge la primera caja y se lleva en sus manos un trozo de mi memoria, es decir, de mi vida.