Mi amigo Raimundo es hipocondríaco desde que lo conozco, es decir, de toda la vida. Cuando vivíamos en la misma ciudad, dábamos largos paseos por la playa en invierno mientras hablábamos de sus cánceres de piel, infartos de miocardio e insuficiencias renales varias, que ningún análisis consiguió jamás detectar. Ahora que se ha retirado a vivir al campo, me llama de vez en cuando en mitad de la noche para preguntarme, por ejemplo, si yo conozco a alguien que padezca mucopolisacaridosis, o esfingolipidosis. «¿Leve o aguada?», le pregunto con intención de chincharle. Y él me dice: «Déjate de coñas, que esto es muy serio». Y yo no dudo de que lo sea. El médico del pueblo en el que ahora vive Raimundo debe de reconocer a los hipocondríacos a la legua pues, según me ha contado mi amigo, le ha recetado que lea cada día un relato de Hemingway para combatir la glicosilación protéica que Raimundo sospecha que padece. Además, le ha insistido en que sean los relatos del escritor de Illinois —uno diario, en ayunas— y no las novelas, que según su médico están contraindicadas para la enfermedad mitocondrial que también cree padecer Raimundo. Yo trato de consolarlo. Le cuento que me he hecho un análisis estos días y tengo alto el colesterol, la glucosa, la creatinina, los triglicéridos y el urato. Y él me responde: «Qué suerte tienes, condenado; tú por lo menos ya sabes lo que padeces».