Mi vecina de rellano tiene cien años recién cumplidos, nombre español y apellido francés. Habla un perfecto inglés con acento del norte y un perfecto francés con acento del sur. Su padre fue cónsul galo, además de cuñado del escritor Gabriel Francisco Víctor Miró Ferrer; es decir, mi vecina de rellano es sobrina política del ilustre Gabriel Miró, autor de aquel obispo leproso, cuyo argumento sería incapaz de resumir, a pesar de haberlo leído más de una vez. Asegura mi vecina de rellano que su tío político era divertido y muy guapo, y yo la creo. Me pregunto quién lee hoy en día a Gabriel Miró. Y, si ahondo en la herida, me pregunto quién lee hoy en día a aquellos autores que copaban los escaparates de las librerías, cuando existían librerías con escaparates. Me pregunto quién lee hoy a Cela, o a Ramón J. Sender y su Tesis de Nancy, título con el que intentaron rejuvenecer las programaciones educativas en la etapa prelogse. ¿Quién lee hoy a Blasco Ibáñez, que se zampó el pastel del mercado literario de su época? Me pregunto quién leerá dentro de cincuenta años o de cien a los autores que llenan hoy las páginas de los blogs y de los ya casi inexistentes suplementos literarios, o se exhiben en ciertos supermercados junto al champú de esencias para cabellos rebeldes. Me pregunto quién se acordará de los autores que ahora idolatran los críticos literarios, o quién se acordará de los propios críticos literarios. Y por último, me pregunto quién hablará de ellos cuando estén muertos. Bonito título para una película, si a Agustín Díaz Yáñez no se le hubiera ocurrido aquella genialidad que hoy casi nadie recuerda.