La ciudad en la que vivo tiene mar, palmeras, mucho sol y taxis con publicidad de un puticlub cuyo nombre resulta ya parte de la identidad del paisaje urbano. Decía mi amigo Raimundo, antes de retirarse del mundanal ruido, que cada vez que veía a alguien subir a uno de estos taxis le parecía que estaba fomentando con ese gesto la trata y el tráfico de mujeres. A veces nos enzarzábamos en interminables diatribas sobre este particular, que acababan casi siempre en tablas. Me gustaba chincharle diciéndole: «Lo que pasa, Raimundo, es que tú eres un puritano». Para ser justo, debería precisar que no conozco a nadie menos puritano que él. Desde que Raimundo se marchó, ya no hablo con nadie de estas cosas ni de casi ninguna. Quizá por eso las escribo, porque echo de menos nuestras charlas. Ayer, cuando subí a un taxi para ir al aeropuerto, me vino a la cabeza un informe que leí hace un par de días en el que dejaba constancia de que en España hay 300.000 prostitutas de las que el 90% son extranjeras, y llegan a esta situación por las drogas, el alcohol o las deudas que contraen para salir de sus países; que la mayoría es víctima de las redes y vive en un régimen de semiesclavitud; que la prostitución es el negocio más lucrativo en el mundo tras el tráfico de armas y por delante del narcotráfico; que en España se gastan 18.000 millones de euros al año en locales de alterne como el que anuncian con letras gigantes algunos taxis de esta ciudad… No entendí bien lo que me respondió el taxista cuando le dije que había cambiado de idea y prefería ir en autobús, pero por su gesto deduje que no era una lindeza. Luego, al pasar el arco de seguridad del aeropuerto, pensé que Raimundo, cuando se lo contara, se sentiría orgulloso de mí. Aunque quizá, para chincharme, me dirá que soy un puritano.