Hace algunos días saltó a los medios de comunicación la noticia de una chica menor de edad que apaleaba a otra menor en una calle de Sabadell (Barcelona) de manera brutal. Lo dramático del hecho quedaba superado por la impasibilidad de las amigas que grababan la agresión, con patadas en la cara incluidas, y le gritaban: «María, María, que hay gente». Pero ninguna hizo nada, excepto colgarlo en la red para que la machada —o la hembrada— de la chica saltara al universo web y su ensalada de hostias se difundiera urbi et orbi.
Hoy leo en la prensa que la Generalitat asistirá a la agresora, a través de la Dirección General de Atención a la Infancia y a la Adolescencia (DGAIA), para evitar que continúe reproduciendo «este tipo de comportamientos violentos», y el Gobierno «elaborará un programa especializado, con un equipo formado por psicólogos y educadores sociales, que estudiará el perfil de la menor para tratar así de redirigir su comportamiento».
Me acordé entonces de cómo era el mundo cuando no existían psicólogos, ni educadores sociales, ni expedientes académicos, como al parecer tenía la agresora abierto en el instituto donde «estudiaba». Y me vino entonces a la mente una noche de invierno de hace unos cuarenta años. Dormíamos plácidamente en casa cuando mi padre oyó en el silencio de la noche un ruido de cristales rotos. Asomóse a la ventana y vio —¡Oh sorpresa nocturna!— a un mozalbete imberbe que acababa de romper el cristal de la tienda que nos daba de comer a toda la familia. Disponíase el susodicho a entrar y hacerse presuntamente con el dinero de la caja (no creo que le interesaran los productos de limpieza e higiene que vendíanse allí), cuando el dueño del local, es decir mi padre, le gritó: «Oye, Fulanico (evitaré decir el nombre, puesto que el chavalote es ahora dueño de una empresa de transporte internacional y tiene un cargo de responsabilidad política), haz el favor de salir de ahí y tira p´a tu casa. Y dile a tu padre que mañana se pase a ponerme el cristal y a pagarlo». El delincuente en ciernes —menor de edad, naturalmente— echó a correr con las manos en los bolsillos, seguramente por el frío. Y la tranquilidad volvió a reinar en la calle. Por la mañana presentóse el padre de la criatura con la criatura en volandas, algo perjudicada a juzgar por el color de higo maduro de su ojo izquierdo. Acompañábalo un cristalero, de apellido Soler, que se encargó de tomar las medidas y de reponer el cristal roto. Después de pedir disculpas medio centenar de veces, el padre del presunto ladrón en grado de tentativa despidióse con una frase lacónica que aún no he olvidado cuarenta años después: «Tú no te preocupes, cagoentó, que a este lo arreglo yo a base de sicología».
*psicología [del griego –psico (alma) y –logos (discurso, estudio)]: estudio del alma.
*sicología [del griego –sico (higo) y –logos (discurso, estudio)]: estudio del higo.