Esto de las redes sociales tiene mucha «guasap», nunca mejor dicho —perdón por el chiste fácil—. Uno cree que ya lo ha visto todo y de repente, a mitad de una tostada baja en calorías,
se da cuenta de que aún le queda mucho que aprender. Resulta que en Guardamar del Segura, provincia de Alicante (España), el Ayuntamiento ha apartado de su trabajo de manera cautelar a un
empleado del cementerio por fotografiarse junto al cadáver momificado de un usuario del camposanto, acompañado de un familiar político del mismo. Me explico:
Hace un par de semanas, puede que tres, el bueno de Clemente —así se llama el funcionario llamado al orden por la autoridad competente guardamarenca— abrió un ataúd, o féretro, porque se precisaba espacio en el nicho para enterrar a la esposa de un finado. Hete aquí que Clemente descubrió que, después de 23 años, el cadáver del usuario de la necrópolis estaba incorrupto, más bien momificado, e incluso gozaba de mejor aspecto del que debió de tener en vida, según opinan ahora quienes lo conocieron en mejores momentos. Después de llamar a la familia para comunicarles el insólito hallazgo, personáronse la sobrina carnal y el sobrino político del muerto, con perdón. Sorprendidos igualmente por el fenómeno natural, decidieron fotografiar con el móvil, o celular, al tío en posición de firme, tieso como el general Millán-Astray en la fotos del ABC, escoltado por el sobrino político y por el pobre Clemente, que sostenía a la momia (perdón de nuevo) por la espalda y sin aparente dificultad, como un José Luis Moreno que manipulara a su Rockefeller, o una Mari Carmen con su Doña Rogelia.
Hasta ahí todo normal —podríamos pensar—, pues cosas peores se ven cada día en
los telediarios —podríamos también afirmar entre suspiros—, incluso en los programas infantiles de televisión. Pero el asunto no quedó ahí. Pocos días después, a la desolada sobrina —es una
ironía, naturalmente— no se le ocurrió otra idea más peregrina que enviarle por WhatsApp la foto a una compañera de trabajo con una notita que tal vez dijera algo así: «Pobrecito mi tío Manolito», o algo por el estilo. Como es natural, la foto corrió como reguero de pólvora —metáfora obsoleta y convertida en muletilla—, de móvil en móvil y de red
social en red social, incluso traspasó fronteras, océanos y continentes.
Esta mañana, mientras me tomaba mi tostada de pan bajo en calorías con mermelada y mantequilla, me llegó vía WhatsApp —a través de un grupo de senderistas franceses a quienes no tengo el gusto de conocer— la imagen tomada en el cementerio de Guardamar del Segura, provincia de Alicante (España). En ella se ve a la derecha al pobre Clemente con guantes, camiseta con escudo del Ayuntamiento, gorra y pantalones bermudas; en el centro, el finado con cara de recién salido del ataúd, o féretro; y a la izquierda al sobrino político, sonriente y feliz, como si acabara de pescar el primer campanu de la temporada en el Narcea y quisiera mostrarlo al mundo. Sin quererlo, me ha venido a la cabeza el recuerdo de Perico el Zuro, un tonto célebre de mi pueblo que, si hubiera nacido en estos tiempos ultra tecnológicos, no habría llegado a ser ni tan tonto ni tan célebre, porque tendría mucha competencia. Inmediatamente he llamado a mi Compañía de Seguros de Decesos y he contratado en la póliza una oferta incineratoria atractiva. Después me he guasapeado con mis cinco sobrinos carnales y los he amenazado, uno a uno y por orden alfabético, con aparecerles por las noches y arrastrar cadenas y hacer sonidos de ultratumba si me entero de que cuelgan fotos mías en las redes el día que la Parca me convoque por WhatsApp. Y creo que se han acojonado los pobrecillos. A ver si les dura.