Reciescat in pace, por ahora


En España el levantamiento de restos óseos ilustres y su exhibición pública lleva camino de convertirse en el deporte nacional, por delante del fútbol, al que hasta hace poco no le hacían sombra más que los reality shows de Telecinco y las conexiones en directo con las puertas de las prisiones para ver entrar y salir, en un obsceno desfile de celebrities, a lo más granado del mundo de la política y la farándula (perdón por la redundancia).

 

La tradición, que viene de lejos, probablemente la inauguró Agustín Luengo Capilla, el célebre Gigante de Extremadura, cuyo esqueleto por un lado y la piel por otro se exhiben desde enero de 1876 en el Museo Nacional de Antropología de Madrid (en el nº 68 de la calle Alfonso XII).

 

También es paradigmático —o cuando menos, llamativo— el caso del Negre de Banyoles, o Negro de Bañolas, célebre guerrero bosquimano, disecado por dos hermanos franceses y expuesto en el Museo Dader de Banyoles, provincia de Girona, desde 1916 hasta las postrimerías del siglo XX. Las quejas de un señor de origen haitiano removieron las conciencias públicas y, a pesar de que las privadas eran contrarias a su retirada, fue devuelto a su país en 2007 —tras un penoso periplo por laboratorios de otros museos en los que lo despojaron de los postizos, incluidos ojos y genitales— y enterrado con honores de estado en el parque nacional de Tsolofelo de Botsuana, donde finalmente descansa en paz, de momento.

 

Más cercana en el tiempo está la campaña mediática, iniciada en 2009 y aún inconclusa, para hallar los restos de Federico García Lorca en las proximidades de Víznar. A pesar de que la familia del poeta siempre se ha mostrado contraria a la exhumación, la Junta de Andalucía lleva casi un lustro desplegando maquinaria pesada y un batallón de arqueólogos, antropólogos, paletistas y radietistas —conocidos popularmente como zahoríes— sin éxito. Los que antes acudían, o acudíamos, al barranco de Víznar a llevar flores o rendir un homenaje sencillo al autor del Romancero gitano, encontramos ahora un paisaje lunar, como un gigantesco queso de Gruyère en la zona del Peñón del Colorado, el cortijo Gazpacho y los aledaños del barranco. Algunos ya piensan hacer negocio con el alquiler de los terrenos como plató natural para posibles rodajes de series españolas de ciencia ficción aún no escritas. No obstante, y a pesar de los fallos de georradares, testigos de la época, videntes y otros iluminados, la búsqueda continúa sine die.

 

El último de los megalomediáticos proyectos que pondrá a España, y especialmente a Madrid, en el mapa del C.A.S.I. (Culto A Sus Ilustres) es la búsqueda, hallazgo y rescate, por ese orden, de los restos de don Miguel de Cervantes Saavedra, autor de El Quijote, como todo el mundo sabe aunque no lo haya leído. Según la tradición y los libros de registro mortuorio, el cuerpo de don Miguel reposa desde hace 399 años, o casi, en algún punto más bien impreciso, tal vez la cripta, de la iglesia de las Trinitarias Descalzas, en el 18 de la calle Lope de Vega —otro ilustre al que antes o después vendrá alguien a llamar a su tumba, por eso de «cuando las barbas de tu vecino veas cortar…»—. Desde hace casi un años leemos en la prensa, un día sí y dos no, las noticias de este gran proyecto con capital público en el que participa un equipo multidisciplinar formado por arquitectos, topógrafos, forenses, expertos en momias, odontólogos, osteoarqueólogos, médicos internistas y un acróbata-contorsionista que deberá introducirse por las exiguas oquedades del subsuelo, agujerear nichos, introducir endoscopios, cámaras robotizadas y todo lo que la tecnología punta le proporcione, con el fin de localizar los restos de un varón de sesenta y ocho años, con seis dientes o menos, una herida de arcabuz en el pecho y una lesión en la mano izquierda. ¡Qué desilusión, ahora resulta que no era manco, como nos enseñaron en el colegio! Cualquier momia, esqueleto o resto humano en general sospechoso de haber escrito novela, obra teatral o poema será exhumado, analizado en un laboratorio que se instalará a pie de obra, o pie de iglesia, y devuelto a su nicho —si se certifica que no es don Miguel— con todos los huesos colocados en su posición originaria, según compromiso contraído por los buscahuesos con el arzobispado. No hay que olvidar que el templo, incluidas sus oquedades subterráneas, está catalogado como BIP —no confundir con VIP—, es decir, Bien de Interés Patrimonial. La empresa no parece fácil a priori, sobre todo porque lo que parecía un coser y cantar —o mejor dicho, un excavar y sacar— se ha convertido en la búsqueda de una aguja en un pajar, por acudir a los tópicos.

 

Dicho lo cual, me pregunto qué dirían —si pudieran decir algo— los seres «ya-no-humanos» a los que van a remover en sus tumbas para rescatar al ilustre escritor, o lo que queda de él, si algo quedare.

 

Es más, me pregunto qué diría —si pudiera decir algo— el propio escritor sobre el circo de tres pistas que están preparando las autoridades político-culturales para conmemorar este año la publicación de la segunda parte de El Quijote y el año próximo los 400 años de la muerte de su autor.

 

Del mismo modo me pregunto a mí mismo, pues por suerte yo aún puedo preguntármelo, qué harán con los restos óseos de don Miguel:

 

1.- ¿Los repartirán por ayuntamientos varios y colegios públicos y/o concertados, como hicieron con la Copa del Mundo de fútbol ganada en Sudáfrica por la Roja, para que la gente acuda en peregrinación y forme colas kilométricas con el fin de hacerse un selfi junto al metacarpio de la mano del ilustre creador de don Quijote?

 

2.- ¿Los llevarán a Bruselas para que toda Europa —o el mundo entero, que es más grande— vea de lo que somos capaces de hacer en este país?

 

3.- ¿Lo pondrán como ejemplo del modo en que se puede reducir la lista del paro de odontólogos, arqueólogos, forenses, contorsionistas, etcétera?

 

Y por último me pregunto también —por ese vicio de hacer preguntas— si los que promueven esta iniciativa tan aireada en la prensa conocen la obra de don Miguel, es decir, si la han leído, o si las colas que presumiblemente darán vueltas a varias manzanas para hacerse un selfi saldrán del museo, del ayuntamiento de turno o de la sede del Parlamento Europeo corriendo en tropel, cual muchedumbre en el primer día de rebajas, hacia la librería que tengan más cerca para adquirir previo pago un ejemplar de la novela de ese señor —o minúscula parte del señor— del que acaban de ver un peroné en casi perfecto estado de conversación y que seguramente será un buen escritor aunque no haya ganado el Premio Planeta, o al menos no consta en Wikipedia.

 

Demasiadas preguntas y ninguna respuesta, por ahora.