Algunas noches me voy a la cama con un títere en la cabeza, una frase oída al azar, una musiquilla, algo que se ha quedado pegado en el subconsciente —como una mota de polvo a la solapa oscura de un traje— y termina apoderándose de mi mente, unas veces en forma de sueño, otras de mal sueño y otras de pesadilla, depende.
Anoche, sin ir más lejos, fuime al catre —por utilizar una expresión castiza— después de un empacho de noticias políticas, de corrupciones y corruptelas, de podemos o no podemos, de «y tú más» o «tú mucho más», de quítate tú para ponerme yo, en fin, de ese tipo de cosillas que, como dice mi amigo Raimundo, son la sal de la vida. Pensé, entonces, que me pasaría la noche soñando con la gresca política, con tarjetas opacas, con aforamientos, enjuiciamientos y otras miserias humanas, sean en directo o en diferido, que nos está tocando vivir.
Todo hacía presagiar que el sueño, o la pesadilla, versaría sobre el noble arte de la política, o el innoble del mangoneo. Pero no fue así. En vez de eso, soñé con los adverbios. Sí, los adverbios, esas palabras tan denostadas por los libros de estilo, por puristas e iconoclastas, por sabios e ignorantes; adverbios de modo, de lugar, de tiempo; adverbios acabados en «mente», especialmente —perdón por la cacofonía—. Y fue tan real el sueño que todavía tengo dudas —serías dudas, debería decir— de que haya sido una simple pesadilla.
Soñé —o más bien creí vivir— que en el planeta se generaba una campaña orquestada por una mano negra contra los adverbios. Políticos, académicos, profesores, escritores, periodistas, e incluso mujeres de la limpieza (en el sueño no había hombres de la limpieza y esto me preocupa) desterraban el adverbio de sus vidas, hasta el punto de llegar a ser una palabra en vías de extinción, como la palabra "presea", que tanto utilizaba mi admirado Rafael Cansinos Assens.
Por suerte, se producía una reacción, tímida al principio, para evitar la desaparición del adverbio, reivindicar su utilización, dignificarlo y mostrar al mundo sus virtudes, amén de sus incalculables beneficios para los estilos, ya fueran hablados, ya escritos.
En todo el país —¡qué digo!, ¡en todo el planeta!— se creaban espontáneamente plataformas en defensa del adverbio: grupos en las redes sociales, asambleas en las calles, consejos de vecinos sabios. La gente montaba tiendas de campaña y se instalaba a vivir en las puertas de las librerías, de los periódicos, de las bibliotecas, de los quioscos de prensa, para reivindicar el uso del adverbio.
Atrás quedaban los tiempos en que se luchaba contra los desahucios, contra la subida del IVA, contra el rescate de los bancos, contra las cuentas en Suiza y/o Andorra La Vella. Todo eso era historia, una pesadilla olvidada. La mayor preocupación de la humanidad era salvar al adverbio de una muerte inminente.
Confieso que fue angustioso. Las manifestaciones en defensa del adverbio se adueñaban de las calles, la gente gritaba adverbialmente, la policía reprimía con gases y cachiporrazos a las ancianitas que coreaban adverbios de lugar o de modo, indistintamente. El caos era total. El país, incluso Europa y el mundo, estaba a punto de entrar en una guerra entre defensores y detractores del adverbio. Y yo, «ay desdichado de mí, ay infelice», no sabía dónde posicionarme. Solo de recordarlo me falta la respiración.
En mitad del sueño, o de la pesadilla, un golpe de tos provocado sin duda por la angustia extrema me despertó. Sudábanme las manos, sudábame la frente, sudábame todo en definitiva. El sueño había sido tan real que llegué a estar convencido de que el adverbio corría un grave peligro. Encendí la radio y no la luz, y púseme a escuchar las noticias. Y, entonces, solo entonces, respiré aliviado. Todo había sido un mal sueño. El país, por suerte, seguía su cauce habitual. Nadie hablaba de adverbios, sino de desahucios, de promesas o incumplimientos electorales, malversaciones, robos, evasiones de impuestos; se hablaba de apropiaciones indebidas, de aforamientos y de un caniche vestido con la camiseta del Barça que se había extraviado en los carnavales de Tenerife. Pero, por suerte, ya había aparecido. ¡Qué alivio!