Corre por ahí la leyenda urbana de que en cierta ocasión el torero y actor catalán Mario Cabré pasó una noche de desenfreno y lujuria con Ava Gadner, «el animal más bello del mundo». Según cuentan, cuando el señor Cabré y la señora Gadner se disponían a fumarse el cigarrillo postcoital de rigor, el torero se levantó apresuradamente del lecho y se vistió en un santiamén. Y cuando la actriz le preguntó —se supone que inglés— adónde iba con tanta prisa, el galán le respondió —se supone que en español—: «¡A contarlo, coño, a contarlo!», o algo por el estilo.
No cabe duda de que si en vez de 1950 la escena hubiera ocurrido en la actualidad, los biógrafos y hagiógrafos de don Mario habrían contado que el torero se levantó del lecho, se hizo un selfie junto a la actriz e inmediatamente lo lanzó al mundo a través de Instagram, Twitter y Facebook, por lo menos. Supongo —y no es mucho suponer— que el deseo de contar es innato al ser humano; de lo contrario probablemente no existirían la literatura y otras artes consideradas menores en el siglo XXI si se comparan con las redes sociales.
Hoy día no se concibe viajar a un país, a una ciudad, a un barrio, a un restaurante macrobiótico o al excusado de un restaurante macrobiótico y no hacerse un selfie para compartirlo con el mundo, a la espera de que en cuestión de segundos hayamos recibido millón y medio —mejor sin son dos millones— de «I like», o «me gusta», con la esperanza además de que nuestra imagen sea durante unos minutos —con unos segundos también valdría— un trending topic mundial, o lo que es lo mismo, tocar la gloria con la yema de los dedos. Algún tonto del culo profesional —con permiso de los aficionados— ha llegado incluso a golpear en las piernas y por la espalda a una mujer en la calle para grabar cómo cae al suelo, confusa y desorientada, mientras él se ríe de su machada segundos antes de colgarla en la red. Pero no hace falta recurrir a semejante cretino para ilustrar lo que nos está pasando; me incluyo también, puesto que ya cuelgo en la red hasta el cepillado de dientes, el acto más glamuroso del día después de la lectura de la prensa y el regado de mis macetas.
¿Qué sentido tiene pasar un día placentero en la playa, si no se va a enterar nadie? ¿Qué sentido tiene conducir a 200 kilómetros por hora con un niño en el asiento del copiloto, sin cinturón ambos, si el mundo no sabe lo osado que eres? ¿Qué sentido tiene que tu hijo eructe mientras desayuna y llene la mesa de babas gelatinosas que espantan al gato y quedan prendidas, cual estalactitas domésticas, en el peluquín del abuelo, si nadie, absolutamente nadie, fuera del entorno familiar o del bloque de vecinos se va a descojonar como te has descojonado tú y no tanto el abuelo?
Pegarte un hostión cuando vuelas con parapente es una desgracia cuyo grado es directamente proporcional al número de costillas rotas o de dientes perdidos; pero si no llevas móvil para grabarlo es una tragedia que supera los límites de lo humano y lo divino. Y si pruebas un buen vino, comes un postre inconmensurable, haces una paella mixta de arroz y verdura o duermes una siesta debajo de un pino piñonero, no lo podrás disfrutar si el mundo no se entera.
Tengo unos amigos que estuvieron de viaje de novios en Panamá hace apenas un mes. Me cuentan que mientras tomaban el sol y se mojaban las plantas de los pies en el Lago Gatún, un cocodrilo de considerable tamaño y fauces aún más considerables salió del agua y a punto estuvo de devorar al esposo. El susto —palabras textuales— fue monumental. Una vez superado el impacto emocional y estabilizado el ritmo cardíaco, mi amigo le preguntó a su flamante esposa si había grabado la escena, a lo que ella, compungida y carilarga, le respondió que no. Al parecer, en ese momento se produjo el primer conflicto serio de la pareja que se había jurado —o prometido, no estoy seguro— amor eterno. Inmediatamente, el uno y el otro, al alimón, trataron de repetir la escena, ahora sí con el móvil dispuesto a inmortalizar al cocodrilo en trance de devorar a un pobre turista —lo de pobre es ya mucho decir— que disfrutaba de su luna de miel. Por suerte para ellos, una patrulla de vigilancia los hizo salir de la zona, que resultó zona restringida para turistas y no apta para el baño, y les hizo comprender la suerte que tenían de estar vivos. Ahora, llevan dos semanas intentando reproducir la escena del Lago Gatún en la piscina de su dúplex, con un cocodrilo de cartón piedra que robaron en las Fallas de Valencia hace pocos días. Pero de momento no han conseguido el mismo realismo de la primera ocasión fallida. Será cuestión de insistir, digo yo.