La cosa empezó de la forma más simple a la par que absurda: un buen día decidí buscar información en Internet sobre «muñecas hinchables con cabello natural», y desde entonces las muñecas de esta categoría me aparecen cada vez que conecto mi ordenador, teléfono móvil, tablet y/o cualquier artilugio con conexión a la red de redes, incluido mi frigorífico inteligente y no frost.
Resulta que un personaje del relato que estaba escribiendo a la sazón debía obsesionarse con una muñeca de plexiglás hasta el punto de que su vida se iba a convertir en un delirio. Y decidí documentarme antes de meter la pata, es decir, el zancajo, hablando de un asunto, el de las muñecas hinchables, que hasta ese momento no me resultaba más familiar que al resto de los mortales. Durante mucho tiempo no supe cómo el Universo se había enterado de semejante «investigación literaria», que nada tenía que ver con el fetichismo y la perversión que desde entonces me atribuyen mis amigos y conocidos, además de cierta periodista que también es crítica literaria.
Lo que ocurrió fue que poco después de mi investigación de campo, mientras pretendía enseñarle unas fotografías digitales y curiosas a una periodista que me estaba entrevistando, apareció en la pantalla de mi tablet, cual mosca cojonera, un catálogo publicitario de lindas señoritas de plexiglás que de manera espontánea se colaban entre las imágenes guardadas en «la Nube», y que delataban —supongo que eso pensaría la periodista— mis aficiones y vicios no confesados en la entrevista de marras.
Ese día descubrí que había perdido mi libertad, tesoro más preciado que la inocencia o la propia juventud. Desde entonces he observado, por ejemplo, que cuando paseo por una ciudad —también pueblo, villa o aldea con cobertura 3G— y consulto mi teléfono móvil por si tengo un wasap del alicatador —es un suponer—, encuentro un mensajito que me anuncia que a 200 metros y 5 centímetros exactos de mi ubicación se encuentra un bonito y económico restaurante en el que puedo almorzar en caso de que tenga hambre o me plazca. Otras veces, al caminar abstraído por una vía pública y abrir mi tablet para fotografiar una caca de perro y subirla a Instagram, la pantallita me avisa de que a mi espalda dispongo de un salón de masaje «maravilloso», por si quiero recuperarme del cansancio y disfrutar de unas manos profesionales que conocen mis vértebras mejor que yo mismo, que ya es decir.
A lo que pretendía ir a parar es a que El Ojo Que Todo Lo Ve conoce los secretos y detalles de mi vida, incluidas mi ubicación y mis necesidades. Y aunque quiera sentirme el hombre más libre del mundo, siéntome sin embargo como Rubén Darío el día en que descubrió que el divino tesoro de su juventud se había ido para no volver. Y cuando me tropiezo con esos anuncios publicitarios de automóviles, colonias, sopas y compresas que ofrecen la libertad, éntrame la risa floja —o la risa fuerte, dependiendo del momento— y levanto la vista al cielo, no buscando a Dios para ponerlo por testigo, como Scarlette O´Hara, sino al Gran Hermano que todo lo ve y todo lo sabe, para pedirle que se olvide de mí, que me ignore, que me borre de su lista perversa, que ni me mire ni me tenga en cuenta. Y luego pienso en los paraísos perdidos, en las islas perdidas y en todas las cosas perdidas que, contradictoriamente, se anuncia en Internet al alcance de nuestra mano, para nuestro «libre» goce y disfrute.