El vino y la crítica literaria

 

Hubo un tiempo en que la crítica literaria —la buena y la mala— se hacía en suplementos, revistas y otros púlpitos laicos de la cultura. No era extraño que el lector de a pie entrara en cualquier librería con su recorte de prensa para pedir el libro aquel del que hablaba el crítico literario, aunque se tratara de una edición anotada y comentada de un monje de una abadía trapense de la Baja Normandía. Yo mismo lo hice en alguna ocasión, debo confesarlo. Si el pope de turno subía a los altares a James Joyce o a Thomas Pynchon, allí corríamos algunos a leer con veneración unos libros de los que entendíamos poco, por no decir nada, aunque no nos atrevíamos a confesarlo, como en el cuento El traje nuevo del emperador. Algunos leíamos a escondidas y con nocturnidad —un suponer— a Pérez Reverte o a Vázquez Figueroa, a quienes la crítica oficial maltrató, por no decir “machacó”, en sus comienzos. Luego, no se sabe por qué, los lectores se fueron alejando de los críticos, y ellos mismos (los lectores) se convirtieron en popes tecnológicos que invadieron pacíficamente con sus reseñas literarias la web, web, web y llenaron de frescura el panteón de la crítica profesional.

 

Con el vino, sin embargo, ocurrió todo lo contrario. Hubo un tiempo en que todos entendíamos de vino. Bebíamos —otro suponer— el tintorro de El Tío de la Bota, o el clarete de la bodega de la señora Maravillas (donde luego hubo una zapatería) y decíamos esa frase esdrújula y célebre del crítico de vinos amateur: «lahostiaquebuenoestáesto». Sin embargo, con el tiempo las tornas cambiaron, o cambiamos nosotros, no sé, y el crítico amateur devino en pope profesional. Aprendimos entonces a meter las narices en la copa, a mirar el vino al trasluz, a beber y escupir, a decir expresiones ininteligibles, y a distinguir el regaliz del palo santo, el aroma primario del terciario, la manzanilla del cuero, la miel del tabaco, y la tierra de la piel. Y se jodió el invento, naturalmente. Entonces, tomar un chato en el bar del Catre con un “amigo profesional” era una tortura, porque ya no te hablaba de fútbol, ni de parrilladas pantagruélicas, ni de lo raro que estaba Fulanico desde que le había tocado la lotería. De lo que te hablaba el “nuevo crítico”, como el nuevo rico, era de la importancia del corcho, de la rueda de los aromas, del bouquet y de no sé qué del fondo de la boca. Y algunos, desesperados, decidimos pasarnos a la cerveza, o directamente nos hicimos abstemios profesionales. Pero últimamente ya hay restaurantes con Carta de Aguas que empiezan a hacerte sugerencias más que preocupantes cuando pides un agua del grifo para tomarte —un suponer— el ibuprofeno que te han recetado en el ambulatorio.