Yo no sé si Bob Dylan se merece o no el Premio Nobel de Literatura. ¿Quién puede saber eso? Bueno, sí, los que saben inglés y entienden las letras de sus canciones, que no es mi caso. Por eso no voy a hablar de Bob Dylan, ni de sus canciones, ni de nada de eso. De lo que voy a hablar es de una historia que me contó hace mucho tiempo mi amigo Raimundo y que a pesar del paso de los años sigo recordando como si me la hubiera contado ayer mismo.
Asegura mi amigo Raimundo que su padre le dio una vez la mano a la novia de Bob Dylan. Sí, no sé cuál de ellas, pero su padre asegura —o, mejor dicho, aseguraba— que era la novia de Bob Dylan, sí, el Premio Nobel que todavía no era Premio Nobel pero era famoso, o conocido, no sé.
Asegura mi amigo Raimundo que hace muchos años estaba su padre en el bar —el padre de mi amigo Raimundo era dueño de un bar— y entró una señorita muy guapa y muy castaña clara, y que alguien le dijo a su padre «mira tú, pero si esa es la novia de Bob Dylan», y el padre de mi amigo Raimundo se quedó así pensando para sus adentros y debió de decirse «ostras, Pedrín, la novia de Bob Dylan en mi bar», y se rascó el mentón, o eso es lo que asegura mi amigo Raimundo que se rascó, y llamó enseguida al Chavo, que era un fotógrafo de mi pueblo, y le dijo «Chavo, haz el favor, hombre, y sácame una foto con la novia de Bob Dylan», y el Chavo dijo «claro, ahora mismo» y luego añadió «venga, dale la mano para que parezca que os conocéis de toda la vida», y él le dio la mano como si la conociera de toda la vida. Y luego colgó la foto, con marco marrón oscuro, encima de la cafetera, junto al escudo del Caravaca Club de Fútbol, y allí estuvo hasta que el padre de mi amigo Raimundo se murió y el bar lo convirtieron en una agencia inmobiliaria y nadie supo decir qué fue de la foto.
Asegura mi amigo Raimundo que su padre, después de darle la mano a la novia de Bob Dylan, ya no se lavó la mano. Bueno, no se la lavó en mucho tiempo, hasta que las uñas se le empezaron a poner negras, tirando a muy negras, y la piel se le cuarteó y las palmas se volvieron como el fondo de un desierto marino, con crustáceos y todo, y entonces su mujer le dijo «o te lavas las manos, o no entras en casa, tonto el pijo», y el padre de mi amigo Raimundo se las lavó porque en mi pueblo hace mucho frío, o hacía, y dormir al raso en invierno era una temeridad, por no decir un suicidio.
Asegura mi amigo Raimundo que cuando su padre estaba en el lecho de muerte le confesó que la cosa más grande que había hecho en su vida, después de casarse con su madre y tenerlo a él como hijo, había sido darle la mano a la novia de Bob Dylan. Esas fueron casi sus últimas palabras. Las últimas, stricto sensu, fueron «cagoentó, qué largo se está haciendo esto de morirse».
Asegura mi amigo Raimundo, apenado y melancólico, que nunca tuvo el valor suficiente, en los años que duró aquella bonita ilusión, para decirle a su padre que seguramente aquella mujer que hablaba en español de Murcia no era la verdadera novia de Bob Dylan, ni siquiera la falsa novia de Bob Dylan; que seguramente aquella chica se llamaría Marta o María Dolores, por poner un ejemplo, y sería de El Sabinar o de Archivel, o de algún sitio así, que pasaba por allí por casualidad —a lo mejor había venido al mercado de los lunes, porque ese día era precisamente lunes— y entró en el bar a tomarse un refresco o lo que fuera.
Y lo que más apena y pone melancólico, a partes iguales, a mi amigo Raimundo desde aquel día en que el Chavo hizo la foto en el bar es que su padre ni siquiera sabía quién era Bob Dylan y, por supuesto, no podía imaginar que llegarían a darle el Premio Nobel de Literatura al cabo del tiempo.