Luciano de Samosata y la Tía Escopeta

Recuerdo que hubo un tiempo en que yo era muy tonto, es decir, un poco más tonto que en la actualidad. Era un tiempo no tan lejano en que de vez en cuando, muy de vez en cuando, alguien me hacía una entrevista y no la leía nadie, o casi nadie.

 

Recuerdo de esa época, por ejemplo, que el entrevistador me preguntaba —era la pregunta más recurrente—: «¿Qué autores le gustan o han influido en su obra?». Y yo decía la verdad: Luciano de Samosata, Aristófanes, Mateo Alemán, Zane Grey, Marcial Lafuente Estefanía y otros pocos. Era una época en la que no existía Internet y, por lo tanto, las declaraciones duraban lo que duraban en la calle la revista, el fanzine o el periódico, es decir, unos pocos días, hasta que alguien utilizaba el papel para envolver el pescado o pisar sobre él cuando el suelo estaba mojado o húmedo después de pasar la fregona.

 

Recuerdo que después llegó Internet y llegó también 2007 y también llegaron de sopetón muchas entrevistas; pero la pregunta recurrente seguía siendo la misma: «¿Qué autores le gustan o han influido en su obra?». Y yo seguía diciendo la verdad: Luciano de Samosata, Aristófanes, Mateo Alemán, Zane Grey, Marcial Lafuente Estefanía y otros pocos. Pero entonces las declaraciones ya no eran tan efímeras y parecía que alguien las grabara con cincel en piedra y las colocara en la fachada del INEM para que las leyera todo el mundo, o al menos el veintitantos por ciento de la población.

 

Recuerdo también que mi amigo Raimundo me dijo un día: «Tío, a ver si cambias el disco, que si vas diciendo por ahí que te gusta Luciano de Samosata y cosas así te van a leer únicamente los frikis». Y yo le dije: «Tío, ya lo sé, pero ¿qué le voy a hacer si son esos los que me gustan?». Y respondió: «Pues lo que hace todo el mundo, tío, inventarte algo que mole y mentir». Así que decidí inventarme algo que molara y mentir.

 

Recuerdo que a partir de 2008, más o menos, cuando alguien me preguntaba qué autores me gustaban o habían influido en mi obra, yo respondía, por ejemplo, Joyce, Lezama Lima, Virginia Wolf, Maquiavelo y, por meter algún español contemporáneo, mencionaba a Fulanico (permítaseme que utilice este seudónimo para no ofender).

 

Recuerdo que a mí no me gustaban nada las novelas de Fulanico, pues había leído o intentado leer un par de libros suyos y no había conseguido pasar de las primeras cincuenta páginas, que ya me parece mucho. Lo más que había conseguido era leer sus artículos de prensa, que me parecían y me siguen pareciendo magníficos. El caso es que no sé por qué lo metí a él en mi lista. Bueno, sí, porque yo era tonto tirando a muy tonto, enfermedad para la que no hay medicación ni tratamiento, sino únicamente cuidados paliativos.

 

Recuerdo que al año siguiente publiqué una novela, y un crítico con el que yo había coincidido en distintos ágapes literarios, viajes promocionados por editoriales e incluso despiporres etílicos y nocturnos, escribió una reseña en la que venía a decir que mi novela era un «homenaje a Fulanico», al que yo admiraba profundamente y del que me sentía deudor literario, por lo cual había decidido rendirle tributo. En realidad, la reseña aquella hablaba más de la obra de Fulanico que de la novela que escribí yo. Lo sé, me lo merezco por tonto. Además, el crítico de marras era amigo íntimo de Fulanico y le mandó la reseña para que se sintiera orgulloso de haber creado escuela y tendencia con su obra.

 

Desde entonces, cuando alguien me hace la pregunta dichosa, yo me acuerdo de mi infancia y de La Tía Escopeta, que en realidad se llamaba Aurora y no era murciana, sino asturiana, y tenía un tiendecita-cueva enfrente de la charcutería de Andrés Aroca, y alquilaba tebeos y novelas del Oeste y de amor, a una peseta o a dos cincuenta, dependiendo de la categoría y del número de páginas. Y recuerdo que ella fue la primera que me influyó verdaderamente en los gustos literarios —sin saberlo, eso sí—, pero nunca me he atrevido a decirlo a las claras en ninguna entrevista, porque quizá suene muy friki, más friki que ser fans de Luciano de Samosata y leer a Marcial Lafuente Estefanía en las falsas de mi casa, oyendo el zureo constante de los palomos de Amadeo el sastre, que en paz descanse.