Las antenas, la escritura y el psicoanálisis

El homo stultus —categoría en la que me incluyo por méritos propios— es el único animal que tropieza dos o más veces con la misma piedra, aunque de distinto tamaño y procedencia geológica. Al menos esa es mi experiencia, pero no pretendo generalizar ni sentar cátedra.

 

Hace años que evito leer manuscritos de novelas, cuentos y otros inéditos editoriales (excepto los de muy amigos o amigos de birras, que viene a ser lo mismo). En realidad, lo que evito no es tanto leerlos como dar mi opinión sobre ellos. Cuando alguien es, por ejemplo, antenista de televisores, lo que menos le apetece cuando llega a casa después del trabajo es que su vecino le diga «anda, hazme un favor y échale un vistazo a la antena, que ayer se debió de posar una gaviota o una cigüeña y hoy no se ve Gran Hermano 17», o algo por el estilo. No obstante, si es su cuñado o su amigo de la infancia o de birras, el antenista se sube al tejado de buen grado y elimina el nido de gaviota o cigüeña, si lo hubiere, aunque sean las doce de la noche y estén cayendo puntas de chuzo. Por el contrario, si quien se lo pide como un favor desinteresado y personal es un tipo o tipa que lo aborda de manera espontánea por Internet, lo normal es que finja sordera transitoria, enajenación mental o que se tire al suelo y se haga el muerto, que es lo que aconsejan los manuales de autoayuda profesional, a los que soy tan aficionado, lo confieso.

 

A mí me ocurren con cierta frecuencia cosas parecidas, pero no con las antenas, naturalmente, sino con los manuscritos inéditos, que es más o menos lo que me pilla más cerca. Cuando te pasas ocho o nueve horas al día (a veces más) leyendo manuscritos para hacer informes, o revisando textos tuyos y de otros autores antes de que pasen a maquetación, o incluso después, lo último que deseas es que un desconocido o desconocida te envíe su manuscrito por correo electrónico para que le des «tu opinión más sincera». Hace mucho tiempo que en estos casos finjo locura —ya no transitoria, sino permanente— o me hago el muerto, aunque casi siempre respondo a los correos con educación e incluso empatía. Sin embargo, algunas veces la «insistencia» del autor del manuscrito es tan grande y su capacidad de persuasión resulta tan eficaz que uno termina por caer —«por última vez, lo juro, por última vez»— en el error de leer el texto y dar su opinión «profesional», que por supuesto no es infalible sino todo lo contrario.

 

Eso es lo que me ha ocurrido en los últimos días con el manuscrito de una escritora que desde hace meses me había venido contando, por entregas, las penalidades, agravios y otras injusticias que dese hace más de diez años viene sufriendo por parte de los editores, culpables máximos de que el 97% de las cosas que se escriben en este país no se publiquen o acaben en autoedición. Debido a mi tendencia a la empatía, cuyo origen quizá esté en mi afición de juventud a las bebidas espirituosas, hay veces en que no soy capaz de decir NO, aunque todo mi ser y mi no ser me lo grite o me lo desgañite. El corporativismo ha hecho estragos en nuestra sociedad occidental moderna, y yo soy uno de sus mayores defensores.

 

Para abreviar, el caso es que hace un mes o dos acepté leer el manuscrito de la susodicha escritora y me comprometí a darle mi opinión sincera. Debo reconocer que me costó Dios y ayuda terminar la lectura de la novela. Pero no por que fuera mala, ni porque tuviera 479 páginas de letra Times 12 puntos, ni porque el tema no me interesara en absoluto, no. Tardé casi dos meses porque apenas tengo tiempo para leer cosas que no sean por puro trabajo o por puro placer, y el manuscrito de marras no entraba ni en una ni en otra categoría.

 

El caso es que le envié a la escritora mi opinión, lo más objetiva posible, lo más educada y a la vez lo más sincera que fui capaz de redactar. En resumen, la novela no me gustó por distintas razones que no vienen al caso. No obstante, intenté ser sutil en mis apreciaciones, no ser categórico en las afirmaciones y, sobre todo, poner en duda que mi opinión sirviera para algo o que fuera importante. Maldigo el momento en que pulsé el botón ENVIAR de mi correo electrónico en vez de impregnarlo en miel y pasármelo por la lengua, vicio que poseo desde los seis años más o menos.

 

Apenas había transcurrido una hora cuando recibí la respuesta de la escritora. Y no precisamente para darme las gracias por el tiempo que había invertido en leer su novela. En vez de eso me escupió con letras mayúsculas en su mayoría todos los adjetivos, perífrasis y otras formas expresivas que se pueden emplear como sinónimos de machista. Y puedo asegurar que son muchos más de los que imaginaba que pudieran existir en la lengua de Cervantes. Con muchas exclamaciones, puntos suspensivos y algún signo paraortográfico, venía a acusarme de haber hecho una lectura sesgada y machista de su novela y luego me acusó de todos los males, perjuicios y depresiones de las mujeres de este país que no consiguen publicar sus obras porque los editores eran como yo, unos machistas, engreídos, prepotentes, sexistas, corporativistas y varias cosas no muy argumentadas, en mi opinión. Y por si eso no fuera suficiente, añadió varios títulos de mis novelas acompañados de adjetivos descalificativos que hubieran hundido la moral de cualquier principiante que no tomara antidepresivos.

 

Mi primer impulso fue el escribirle y lamentar lo injusto de sus comentarios, pero no me atreví porque  por naturaleza soy contrario a las polémicas en diferido. Después pensé ir a mi psicoanalista y que me diera un repaso e hiciera aflorar mis fobias. Por fin, llegué a la conclusión de que lo mejor era escribirlo en mi blog y ahorrarme la minuta del psicoanalista. A fin de cuentas, eso es lo que llevo haciendo desde hace más de treinta años, escribir para ahorrarme las visitas al especialista. Y me ha ido muy bien, debo confesarlo. De hecho, gracias a la escritura jamás he tenido que visitar a mi psicoanalista y ni siquiera lo conozco, y por eso supongo que odiará los blogs en particular y la escritura terapéutica en general.