Anoche, mientras mi amigo Raimundo y yo paseábamos sus miserias de garito en garito y trataba yo de convencerlo de que la vida es maravillosa a pesar de que su mujer lo haya abandonado por un agente de seguros, sufrimos un atraco. Sí, un atraco a mano armada, que es peor que un atraco a secas.
Salíamos de una tabernucha de esas que tanto nos gustan a Raimundo y a mí, cuando se nos acercó un tipo con cara de pocos amigos —mirada huidiza, barba de seis días, mochila— y nos dijo de sopetón: «Quieto todo el mundo, esto es un atraco». «Concha, un atraco», repitió Raimundo como si el eco respondiera desde Buenos Aires. Enseguida me di cuenta de la gravedad del asunto, pues observé que el atracador blandía una navaja o arma blanca común en la mano izquierda, por lo que deduje además que era zurzo. «Les ruego encarecidamente que no opongan resistencia física ni de ningún otro tipo y, por favor, escuchen con atención lo que tengo que decirles», nos soltó a bocajarro el atracador. Raimundo y yo nos miramos sin decir ni pío, sorprendidos e incrédulos. Yo, por mi falta de experiencia en cuestión de atracos, habría esperado más bien que el tipo dijera «si sus movéis, sus rajo, me cago en to lo que se menea», pero no fue así.
Inmediatamente nuestro atracador echó mano a la mochila y sacó un libro. «Son quince euros, si son tan amables», nos dijo, «y no me obliguen a usar la fuerza bruta. Si quieren, pueden echarle una ojeada antes», añadió y me entregó el libro mientras apuntaba a Raimundo con la navaja. Era una novela titulada La amante de Escipión el Africano, con portada de diseño atractivo y letras doradas con algo de relieve. El papel era de buena calidad, de 80 gramos, supuse, ahuesado; la tipografía, una Caslon clásica de 10 puntos, muy bien distribuida en la página y con márgenes generosos, como nos gusta a Raimundo y a mí. Me pareció una edición más que digna. «Es novela histórica y yo soy el autor», nos explicó antes de hacernos una sinopsis muy bien estructurada, en mi opinión. «Yo preferiría comprarlo en la librería, si no le importa», dijo Raimundo sin ánimo de ofender. «Imposible, caballero, el libro no tiene distribución.» «Vaya faena», respondí. «Sí, el editor se arruinó y está en la Patagonia, en búsqueda y captura por las deudas. Para que se hagan una idea, yo mismo he tenido que robar mis propios libros del almacén del distribuidor.» «¿Y no podría vender su novela por las redes sociales, como se hace hoy en día?», pregunté con empatía. «Lo he intentado, créame, pero están saturadas. Recibo millones de ME GUSTA diarios y muchas muestras de simpatía, pero solo he vendido un libro en tres años. Además, también estoy en búsqueda y captura, y no me conviene exponerme en las redes.» Le pasé el libro a Raimundo, que alabó la edición igual que yo, incluso más.
El atracador empezó a impacientarse. «Quince euros, por favor, y no hagan ningún movimiento extraño al meter la mano en el bolsillo». Creo que a Raimundo le temblaban las piernas tanto como a mí. Me eché muy despacio la mano al bolsillo y saqué la cartera con la yema de los dedos. «Solo tengo diez euros», le dije con voz temblorosa. «¿Y su amigo?» Raimundo se palpó los bolsillos. «Calderilla nada más.» El gesto del atracador fue de incredulidad y fastidio. «¿Y salen ustedes de fiesta solo con diez euros?» «Sin ofender, señor novelista, que no estamos de fiesta», le dije, «lo que pasa es que mi amigo necesitaba airearse porque lo ha abandonado la mujer y está depre.» Raimundo me hizo un gesto de reprobación por hacer público un asunto tan ínitmo. «Vaya, cuánto lo lamento», respondió el atracador, «mi mujer me dejó también hace medio año.» «¿Por un corredor de seguros?», preguntó Raimundo. «No, no hubo terceras partes. Lo que pasa es que estaba harta de mi profesión y decía que si llega a saber que quería ser escritor no se habría casado conmigo, ¿sabe?, es que cuando me conoció yo era profesor de Latín». «Yo también», le dije gratamente sorprendido por la coincidencia. Me pareció que no me creía. «Bueno, pues deme los diez euros y le hago una rebaja». Le di las gracias y le alargué el billete. «¿Quiere que se lo dedique?» «Si no es mucha molestia...» «Ninguna, faltaría más.» Le dimos el libro al atracador y lo firmó con la navaja, que en realidad no era una navaja, sino un bolígrafo Bic de cuatro colores que daba el pego.
La dedicatoria era muy bonita y entrañable: «Para Raimundo y Luis con afecto». Nos estrechamos las manos para despedirnos mientras el atracador, por inercia o falta de confianza, seguía apuntándonos con el bolígrafo. «Si les gusta la novela, pueden dejar un comentario en mi página web», nos dijo mientras nos alejábamos. «Y, por favor, recomiéndenla a sus amigos, y si quieren comprarla que se pasen por aquí cualquier noche entre las diez y las doce. Si vienen de parte de ustedes, les haré un veinte por ciento de descuento aunque no sea el freeday.» «¿Los domingos también?» «Sí, también, un escritor es escritor los siete días de la semana, como los empleados de pompas fúnebres.»
Raimundo y yo nos alejamos con una sensación contradictoria. Echamos mano a los bolsillos y por primera vez desde que nos conocemos no pudimos decir nuestra frase favorita: ¿nos tomamos la penúltima?